En un galpón enorme –donde estuvo la fábrica–
ese armazón oscuro con el techo llovido,
cual carros amarillos que mascaritas pálidas
de extintos carnavales ahora habitarían,
duermen, esperan ¿qué? los vacíos tranvías,
esqueléticos, sucios. Los miro y los comprendo.
Como ellos, así fueron arrumbados un día,
por inservibles, hijos del bíblico dolor,
los nevados obreros, las máquinas vencidas,
los juguetes usados por niños que partieron,
los tristes jubilados y los gorriones muertos,
fotografías borrosas, viejas cartas de amor.
Una esquina en el barrio, tristona y pintoresca
como un destartalado, gris, espectral telón,
cayendo en un teatro de suburbio sombrío,
cuando todos han muerto, sin el apuntador…
Y ahí están, los saludo, la calle solitaria, vos
esta noche y los árboles del otoño que hablan,
con su sombra, un dialecto que sólo entenderían
Chaplin, los faroleros, las gaviotas y vos