Porfirio Barba Jacob

Acuarimántima

I
 
Vengo a expresar mi desazón suprema
y a perpetuarme en la virtud del canto.
Yo soy Maín, el héroe del poema,
que vio, desde los círculos del día,
regir el mundo una embriaguez y un llanto.
 
¡Armonía! ¡Oh profunda, oh abscóndita armonía!
 
Y velaré mi arduo pensamiento
sotto il velame degli versi strani,
fastuoso, de pompas seculares:
perfecta en sí la estrofa del lamento
y a impulso de los ritmos estelares.
 
Columpia el mar su cauda nacarina,
e imbuida en la clámide del río
esplende en bruma fúlgida la carne de la ondina.
Grana el campo nutricio, fluyen mieles,
una deidad inflama las horas con su llama,
y loa el día azul un coro de donceles.
 
Romero: ¿no rebosa el corazón
–por la tierra de arrugas trabajadas,
por la noche de sombras evocadas–
del tiempo y el espacio la múltiple emoción?
 
Brilla en las lejanías invioladas
vaga ciudad, el viento da en los juncos,
los juncos gimen bajo el viento rudo...
¡Romero, que se vierta el corazón!
Y la ternura y la tristeza mía
cantan en el crepúsculo. ¡Armonía!
 
Yo, rey del reino estéril de las lágrimas,
yo, rey del reino vacuo de las rimas,
con mis canciones ebrias
que un son nocturno hechiza,
y con mis voces pávidas
anuncio las cavernas del enigma.
En mis siete dolores primarios se resume,
como en alejandrino paradigma,
la escala del dolor que el mal asume.
 
Tenebrosa, recóndita armonía...
 
Mi numen fuerte no es aquel tan puro
como el cerrado corazón de un monte,
pero sobre sus ruinas de inocencia
haré brillar, ebrio del dolor puro,
una gota de luz del corazón del monte.
 
II
 
En libre vuelo el cielo de mi América
hender he visto un cóndor negro, errante...
¿Qué abismo circunscribe? ¿Qué intacta nieve augura?
Por las arterias de los ciervos montesinos
discurre para el cóndor la sangre enardecida
bajo las pieles lúcidas, entre las carnes bellas.
¡La presa viva! ¡El pico ensangrentado!
¡El ala pronta! ¡El ímpetu del vuelo!
Y un delirar de cumbres y centellas...
 
Así mi impulso al aura de la vida,
y así mi musa en su ilusión liviana
de que brote la carne un lirio místico.
¡Bestia de los demonios poseída,
oh carne, es hora ya del don eucarístico!
Cintila el cielo en gajos de luceros,
y querubes de vuelos melodiosos
revuelan de luceros a luceros.
 
Tengo la sensación de que discurro
delante de los pórticos sagrados:
alguien dice mi nombre a la distancia,
brotan dulces jardines los collados
y asumen mi ternura en su fragancia.
 
Claridad estelar, templo encendido,
rima errante en la noche de pavura,
huerto a la luz de Vésper. En olvido
mi ser se muere, mi canción no dura,
¿y fui no más un lúgubre alarido?
 
Carne, bestia, mi amiga y mi enemiga:
yo soy tú, que por leyes ominosas,
cual vano mimbre que meció una espiga
te haces nada en el polvo de las cosas...
 
¿Y la divina Psiquis, la rosa entre las rosas?
¿Y mis amores que irisé de lágrimas?
¿Y mi ciudad nebúlea tras la ilusión del día?
¿Y las antorchas que erigí en emblema?
¿Y esta inquietud, y este ímpetu anhelante
hacia una ley o una verdad suprema?
 
Pesa sobre tus pétalos, oh rosa
espiritual, tan lóbrega y cerrada
la noche, tan vacía y rencorosa,
que en vano el brillo de tu broche efunde.
Amor. Deleite. Horror. Pavesas. Nada.
 
¡Nada, nada por siempre! Y merecía
mi alma, por los dioses engañada,
la verdad y la ley y la armonía.
¡Sé digna de este horror y de esta nada,
y activa y valerosa, oh alma mía!
 
III
 
Como en la vaguedad de un espejismo
–¿qué sabes?– mi conciencia me interroga,
fluida en llanto entre mi propio abismo.
Y miro al mar ardiente, al monte flavo
que suaviza el azul, la estrella límpida
rielando en el rocío del capullo,
y en sus cunas los cándidos infantes,
cazados en las redes del arrullo
por el sueño de manos hechizantes.
 
Y vuelto a mí, gimiendo el corazón
–¿qué sabes?– vanamente me interrogo,
mudo bajo la múltiple emoción.
 
Sólo un saber escondo, claro y justo:
llévole como antorcha y como daga
en medio del cerrado laberinto,
en su vasta amplitud mi fe naufraga,
y hallo en su anchura incómodo recinto.
 
Se oyen sordos, roncos lamentos,
y alzan sus puños en el vacío
los pensamientos.
 
¡Oh menguado saber, pobre riqueza
de formas en imágenes trocadas,
ley ondeante, ciencia que alucina,
que cada noche en el silencio empieza,
y cada día con el sol culmina!
 
¡Oh menguado saber de la iracunda
vida, que ante mis ojos se renueva,
germinal y cruel, ciega y profunda,
madre de los mil partos y el misterio
que al barro humilla y a Psiquis subleva!
 
Como ventana que el azul del cielo
circunscribe, se entreabren los sentidos.
¡Pobre, ruin saber! Y, sin embargo,
la leve mariposa del anhelo
entra por la ventana sin rüidos.
 
Cuaja en el corazón de la manzana
la dulzura estival: la mariposa
vuela del fondo de la carne humana.
 
¡Que al claro cielo
suba el anhelo!
 
Por ese vuelo la heredad natía
canté con rima de ideal retorno
en la ingenua parábola temprana.
En el turquí del éter desleía
un nácar tenue mi primer mañana.
 
Por ese anhelo, entre los acres pinos
y las rosas en llamas del ocaso,
al hablar dejo la palabra trunca:
el tiempo es breve y el vigor escaso,
y la amada ideal no vino nunca.
 
Por ese anhelo en rimas balbucientes
canto el rojo camino que a la tarde
se pinta en la montaña evocadora,
o a la vívida luz del sol temprano,
como una obsesión conturbadora
de sangre y sangre en el azul lejano.
 
Y por él amo, en fin; y por él sueño
con una honda transfusión divina
de la luz en mi carne de tortura,
puesto que está la estrella vespertina
sobre el horror de esta prisión oscura.
 
Columpia el mar su cauda nacarina,
en ustorios relámpagos de espejos
esplende en bruma de ópalo la carne de la ondina,
y fulge Acuarimántima a lo lejos...
 
IV
 
Yo descendí de la antioqueña cumbre
–el alma en paz y el corazón en lumbre–
de austera estirpe que el honor decora,
y el claro sortilegio de la aurora
bruñó mi lira y la libró de herrumbre.
 
Y fui, viajero de nivoso monte
y umbría roza de maíz, al valle
que da a la luz su fruto entre su llama:
había miel de filtros de sinsonte
que derrama canción de rama en rama.
 
Y el mar abierto a mí divinamente
su honda virtud hizo afluir entera:
gusté su yodo y la embriaguez ignota
de no sé qué sagrada primavera
bajo la paz de una ciudad remota.
 
Fulgía en mi ilusión Acuarimántima,
ciudad de bien, fastuosa, legendaria,
ciudad de amor y esfuerzo y armonía
y de meditación y de plegaria;
una ciudad azúlea, egregia, fuerte,
una Jerusalén de poesía.
 
Y como los cruzados medievales
ceñíme al torso fúlgida coraza
y fuime en pos de la ciudad cautiva,
burlando la guadaña de la muerte
y la fortuna a mi querer esquiva.
 
La ondulante odisea rememoro
con amor y dolor: un linde vago,
de súbito sangriento, ya cetrino...
un buque, un muelle, un joven noctivago,
y el tono de la voz, y el pan marcino...
 
La maravilla, comba y transparente
de las noches de junio por la hondura
que un huerto viola en ácidos alcores,
y allí la levadura de mis cantos,
hecha de mezquindad y sinsabores.
 
Y aquella niña del amor florido,
y oloroso y ritual y enardecido,
el seno como un fruto no oprimido,
un dulzor en los besos diluido,
y un no sé qué, que túrbame el sentido.
 
Y la esquiva beldad, el mármol yerto
e inconmovible, y la infantina huraña
que era el postrer jazmín que daba el huerto...
Me figuro las luces de sus ojos
como dos cirios de un cariño muerto.
 
Y el arduo afán en el impulso vario
por resolver el canto en melodía.
Derrame un ruiseñor en el himnario
toda la miel del día.
Silencios de armonía.
Un rumor milenario,
y la luz de tu lámpara, ¡oh Sophía!
 
Húmedos los cabellos –cristalinos caireles
de agua y sol– aún ondulan fantásticas ondinas,
mientras danza en la luz un coro de donceles,
por la playa, al influjo de las sales marinas.
 
V
 
Turbaban mi conciencia en el precario
vivir, el ala inquieta, el viento vario,
fantasmas familiares,
misterios presentidos,
amores y cantares de jóvenes floridos,
el vino, el mar, el día en el acuario
y la mutable vocación interna:
sentir, cantar, y en raptos doloridos
“ser yo”, “no ser”, en sucesión alterna.
 
Árbol en plenitud, hundió mi alma
su raíz en el légamo de muerte
que nutre las corolas de la vida
y da el perfume infuso en su ramaje.
Ilusorio celaje
pide al éter sutil que lo asume,
y en el raudal fluido de las auras de abril
hace el viaje
y se consume.
 
¡Oh insaciedad del hálito y la nébula,
y el amor y el impulso y el anhelo!
No un dios pagano, pero sí su rastro.
No el himno divo, pero sí el suspiro.
No el mármol, mas el plinto de alabastro.
Y una sensualidad de antiguo giro.
 
VI
 
Y fui después un numen transitorio,
sombra y canción en la embriagante tierra,
un sino raro y un deleite raro.
Ya el crepúsculo estivo el día cierra,
y lejos brilla un tembloroso faro.
 
La dama de cabellos encendidos
fecunda con mi sangre sus huertos prohibidos.
Una inquietud frenética y gozosa
mi paz, mi sueño, mi vigor consume
y un huracán mi plenitud doblega.
Soy esa sombra que cruzó el camino,
en sangre tinta, de lujuria ciega.
 
Soy esa sombra pávida, cautiva
de un gran misterio en el misterio oculto.
Huella la flor azul pata lasciva
de cabrón negro, y el divino himnario
sella Satán con sellos de su culto.
 
Mi pena errante con mi vino loco
en el turbión del vicio la sepulto.
Soy huésped de garitos y tabernas,
disputo al puede ser un pan ingrato,
y dejo que mi carne, la ruin loba
de lúgubres anhelos arrecida,
se me abandone al logro del deleite,
desnuda en la impudicia de la vida.
 
Entúrbiase la clara inteligencia,
la idea afluye en nieblas ondulantes,
es el goce monótona frecuencia,
igual en el deliquio y el suspiro...
¡Dadme un beso, un contacto y una esencia,
y una sensualidad de nuevo giro!
 
VII
 
Y mi mano sacrílega se tiñe
de tu sangre. ¡oh Imali, oh vestal mía!
Mas no fue mi ternura. Fue un furor...
Si de nuevo, a mis ojos resurrecta,
te pudiese inmolar, te inmolaría.
¿Ya ves, oh Imali, que no fue mi amor?
 
Gozoso aún, y pávido y tremente,
huí a la sombra, la cerrada sombra
que en su mudez acoge las iras y los vértigos.
¡Un hueco en tus entrañas, tierra dura!
¡Soledad, un refugio en tus entrañas!
¡Tu ojo sin vista, lobreguez impura!
 
Mas la sangre fluía en chorros de carbunclos.
Ante el cadáver lívido, sin blandones, sin túmulo,
todo estaba sangriento.
“¡Asesino!”, “¡Asesino!”, susurraba y se iba el viento.
En los prados del monte fueron crimen mis huellas.
Como vírgenes desoladas
me bañaron de llanto las estrellas.
En las playas de luz mojadas
di un alarido al ver la mar que hervía,
y huyendo en pos, en pos de la noche que huía,
me ensangrentó la horrible sangre del alba del día.
 
“¡Asesino!” “¡Asesino!”,
susurraba y se iba el viento.
 
Y los pastores me negarían sus cabañas.
Las rocas me aniquilarían en sus entrañas.
La vida es mi enemigo violento
y el amor mi enemigo sanguinario.
¿Y a qué tu sombra, oh noche del lúbrico ardimiento,
si entre mi corazón ardía el tenebrario?
 
Viajó mi alma en íntimas pasiones
de cristos coronados de congojas.
¡El pudor, el honor entre sayones!
Del vicio en las ocultas floraciones
fui rosa negra entre mil rosas rojas.
 
Mas el azul a mi dolor heroico
abrió su abismo de fulgencias puras,
soles remotos, nébulas, centellas,
y estuve opreso por la lumbre de ellas
del hilo de oro del collar del día.
Un anhelar de espacio dio sus alas
a mi desconcertada poesía.
 
En la lluvia de gotas de mi sangre,
tras el velo irisado de mis lágrimas,
vago sueño sus brumas deshacía,
vago sueño –mi vaga Acuarimántima.
 
 
VIII
 
Retorno de tal sueño hacia la playa,
realizado mi afán. La tierra invoca
su ley, que mis empeños desvirtúa.
Oigo el grito del mar que me penetra,
y ansia de paz perenne me extenúa.
 
¡El mar, el mar, el mar ambiguo y fuerte!
Su espuma brinda a mi ruindad su imperio
en astillas de mástiles fallidos.
Ráfagas de misterio...
Monstruos desconocidos...
 
¿No brilla entre la niebla Acuarimántima?
¿No se oye limpia, fúlgida canción
sonar, aletargar el corazón
y pasar?
 
¡No se oye nada...!
 
Silencio y bruma, soplos de lo arcano.
La luz mentira, la canción mentira.
Sólo el rumor de un vago viento vano
volando en los velámenes expira.
 
La noche adviene, de mortuorio emblema.
Retumba en mi recuerdo mi alarido,
mi estéril tiempo en mi inquietud suprema.
El trágico dolor ha concluido.
Yo soy Maín, el héroe del poema...
 
Florece el cielo en gajos de luceros,
y querubes de vuelos melodiosos
revuelan de luceros a luceros.
 
Y no decir, y no tener palabras
tan llenas de tu goce vespertino
y tu sueño nupcial, ¡oh campesino
que cruzas con tus carros rechinantes!
En tu ilusión un hálito divino
te ha poblado de niños los instantes.
 
Y ver, desde esta cima de ternura
y valeroso amor, en toda cosa
el enigma, el enigma inviolado.
Arde la pura rosa, sueña la linfa pura,
¡oh carne!, y tú destilas el pecado
y... y...
 
¡El enigma, por siempre inviolado!
 
Y por toda verdad, saber ahora
que brilla el mar, que el monte se estremece,
que fulge Sirio en el jardín lejano,
y que al frustrarse el giro de mi vida,
al giro de la suya grana el grano.
 
La luz mentira. La canción mentira.
 
Que fui por los instintos inmolado
ante el ara de un dios; que un soplo frío
de lóbrego misterio he suscitado;
que un dolor nuevo está en el plectro mío,
y el canto en el dolor purificado.
 
Lúgubre viento sopla entre los juncos,
los juncos gimen bajo el viento rudo.
 
Cantan en el crepúsculo a lo lejos...
 
IX
 
Honda, inmóvil, letárgica laguna
que semeja el sepulcro de la luna,
se tiende hasta el ilímite horizonte,
y a la tristeza vesperal se aduna
un viento de ultramar y de ultramonte.
 
Cantan en el crepúsculo
y un ledo son de esquilas
vuela en el éter trémulo.
 
Que mi rumor se extinga, blando, tenue,
ola en onda, onda en pompa, pompa en iris,
como vágulo aroma en la memoria,
y me reintegre a la epopeya trunca
en la ciudad de nieblas de mi gloria.
 
Cantan en el crepúsculo... ¡Armonía!
 
Y que olvide la brega transitoria,
y el no ser más –y el no ser menos nunca–
del hilo de oro del collar del día.
 
¡Armonía! ¡Armonía!
 
Y el ancla suelte a místicas regiones,
no humano ya mi desear: divino
mi poseer,
mientras en el desmayo del crepúsculo
rueda sobre los ásperos terrones
el carro campesino,
y fulgura, real, velada por mis lágrimas,
erigida por mi dolor con los mármoles de mi poesía,
mi nebúlea, azulina Acuarimántima!
 
¡Armonía! ¡Armonía!

(1933)

#EscritoresColombianos 1908, 1921, 1933 México

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