Hacia 1905, Hermann Bahr decidió: «El único deber, ser moderno». Veintitantos años después, yo me impuse también esa obligación del todo superflua. Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos. Nadie –fuera de cierto aventurero que soñó Wells– ha descubierto el arte de vivir en el futuro o en el pasado. No hay obra que no sea de su tiempo: la escrupulosa novela histórica Salammbô, cuyos protagonistas son los mercenarios de las guerras púnicas, es una típica novela francesa del siglo XIX. Nada sabemos de la literatura de Cartago, que verosímilmente fue rica, salvo que no podía incluir un libro como el de Flaubert.
Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino. Incurrí en la arriesgada adquisición de uno o dos diccionarios de argentinismos, que me suministraron palabras que hoy puedo apenas descifrar: madrejón, espadaña, estaca pampa...
La ciudad de Fervor de Buenos Aires no deja nunca de ser íntima: la de este volumen tiene algo de ostentoso y de público. No quiero ser injusto con él. Una que otra composición –«El general Quiroga va en coche al muere»– posee acaso toda la vistosa belleza de una calcomanía; otras –«Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad»– no deshonran, me permito afirmar, a quien las compuso. El hecho es que las siento ajenas; no me conciernen sus errores ni sus eventuales virtudes.
Poco he modificado este libro. Ahora ya no es mío.