He aquí un prado.
Ante mí un prado.
Un placentero y recogido y sedentario prado.
Mis ojos están cansados de ver prados,
prados usados con pesadez de romerías,
con colas de ermitas viejas marchitándose en sus
cirios;
prados de la Asunción y de San Juan,
lumínicos prados de Pascua.
Mis ojos han visto prados
y de tanto extasiarse en ellos
no saben lo que es un prado.
¿Qué será un prado?
¿La esperanza de la tierra?
¿Su vello varonil?
¿Su recóndito ensueño?
¿Quién supo alguna vez lo que era un prado?
¿Ocas egipcias lo surcaron leves
sobre fúnebres naves?
¿Arcádicas palomas?
¿Zagalas con doradas trenzas de espigas prietas?
Las hoces lo ignoraron,
las guerreras espadas,
los cuernos venatorios;
pero un pequeño monje,
acaso un pequeñito "fraticelW paciente
lo vio desde su celda,
oscurecida a ratos por montañas gigantes,
y entonces los pinceles y las voces seráficas
chorrearían trinos,
destilarían luces,
centelleos de mármol,
orgías de sonidos
estallando entre rezos,
y un verdor fresco y puro como una violeta
durmiéndose en las palmas.
Alguien ha visto un prado
y lo ha dejado quieto fingiéndose olvidarlo,
casi casi perdido
como un pobre pañuelo
que a ratos se hace seda y a ratos se Jmce lágrimas.
Ante mí tengo el prado
que no miraron reyes,
que no segó la usura,
sin planos y sin guías he llegado a encontrarlo;
ni cipreses ni olivos
me mostraron su huella,
por vías de silencios he logrado su aroma
por soledades agrias.
Ya estoy ante el milagro de su ternura agreste,
puedo pastar su aliento,
su límpida tersura bebería trago a trago.
Cerraré bien los huecos de la muralla etrusca
antes de arrodillarme.
Y todas las ventanas de los palacios sordos
tapiaré con campanas.
No gritos, no promesas de bastardas edades,
no mosaicos sangrientos.
Sólo una parra dulce
cargada de racimos bajando Jiasta la sombra,
un susurro de abejas,
un titilar de ramos,
una paz limpia y pura de cenador umbrío
acostada a los pies como can que dormita.
Mi beso será un beso cargado y penetrante,
con potencia de siglos,
con deseo de muerte,
un beso de suicida o de amante sin freno;
de ahogado ya sin fuerzas
será mi firme abrazo
y de enfermo sin prisa mi caliente cobijo.
¡Oh tú que nada sabes de saberlo ya todo!,
acógeme en tu seno,
refréscame los párpados;
a mis plantas cansadas
dales soplo de nieve.
¡Oh tú que nada sabes, lecho de peregrino!,
adéntrame en la calma de tu quieto oratorio,
donde ya no hay rumores,
donde ya no penetra
ni el trino del jilguero
porque todo lo sabes
de saberlo ya todo.