José Angel Buesa

I

 
Iban diez mil soldados bajo la lluvia
y el cielo gris;
diez mil rostros amargos bajo el casco de acero,
marchando por el lodo sin fin.
Uno solo, entre tantos, sonreía:
Era el soldado John Smith.
 
Cuatro semanas antes,
en el momento de partir,
diez mil madres lloraban. Una sola
sonreía, feliz.
Una sola. ¿Sabéis quién era?
–La madre del soldado John Smith.
 
En su granja de Ohio,
cuando la feria del maíz,
una gitana de ojos remotos
y brusco perfil,
contempló largamente la mano
de John Smith.
 
–“Generales y emperadores
se descubrirán ante ti…
Veo un desfile de estandartes
y un monumento en el confín…
Hallarás la gloria en la guerra,
John Smith”
 
             

II

 
Bajo la lluvia
y el cielo gris,
marchan hacia la muerte diez mil hombres
que no quieren morir.
Sólo sonríe uno, alto, flaco, pecoso:
se llama John Smith.
 
Sólo una, entre diez mil manos,
acaricia el fusil.
Quisieran decir que no, diez mil bocas.
Sólo una dice que sí.
Son la mano y la boca del soldado
John Smith.
 
Y cuando un oficial desenfunda su sable
y un hombrecillo sopla un clarín,
el primero en calar la bayoneta
y disponerse a combatir,
el primero de todos,
es el soldado John Smith.
 
Y allá va, chapoteando en el fango,
con un heroico frenesí.
Se siente capaz de algo grande
y seguro de no morir.
Es el que siempre va delante:
es… John Smith!
 
Ya han muerto Jack, y Dick, y Denny.
Y otros cien más. Y luego, mil.
Pero él recuerda a la gitana,
cuando la feria del maíz:
“Hallarás la gloria en la guerra,
John Smith!”.
 
Sí: es el único que sonríe…
Pero deja de sonreír.
Un asombro agranda sus ojos
y su mano suelta el fusil.
Con un hueco negro en la frente,
cae el soldado John Smith.
 
             

III

 
Junto al viejo molino,
de ruidosas aspas de zinc,
en la abandonada trinchera
que parece una cicatriz,
se oye un ruido de palas
y alguien dice: “Cavad aquí…”
 
Hermoso sol, clara mañana
de abril.
Ya se van viendo los cadáveres
de los que no querían morir.
–Hay uno, con un hueco en la frente,
junto a un oxidado fusil.
 
Y es colocado en un suntuoso
ataúd de marfil,
y conducido solemnemente
por los bulevares de París,
y depositado en un monumento
de mármol rosa y piedra gris.
 
Generales y emperadores
se descubren al pasar por allí,
y resuenan las botas de los regimientos
entre intermitentes toques de clarín:
En la tumba del Soldado Desconocido,
reposa para siempre John Smith!
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