Jorge Luis Borges

     Esa jornada populosa me deparó tres heterogéneos asombros: el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron la liberación de París; el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble; el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler. Sé que indagar ese entusiasmo es correr el albur de parecerme a los vanos hidrógrafos que indagaban por qué basta un solo rubí para detener el curso de un río; muchos me acusarán de investigar un hecho quimérico. Éste, sin embargo, ocurrió y miles de personas en Buenos Aires pueden atestiguarlo.

     Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mismos protagonistas. Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que ésta debe justificarse: veneran la raza germánica, pero abominan de la América «sajona»; condenan los artículos de Versalles, pero aplaudieron los prodigios de Blitzkrieg; son antisemitas, pero profesan una religión de origen hebreo; bendicen la guerra submarina, pero reprueban con vigor las piraterías británicas; denuncian el imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del espacio vital; idolatran a San Martín, pero opinan que la independencia de América fue un error; aplican a los actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero a los de Alemania el de Zarathustra.

     Reflexioné, también, que toda incertidumbre era preferible a la de un diálogo con esos consanguíneos del caos, a quienes la infinita repetición de la interesante fórmula soy argentino exime del honor y de la piedad. Además, ¿no ha razonado Freud y no ha presentido Walt Whitman que los hombres gozan de poca información acerca de los móviles profundos de su conducta? Quizá, me dije, la magia de los símbolos París y liberación es tan poderosa que los partidarios de Hitler han olvidado que significan una derrota de sus armas. Cansado, opté por suponer que la novelería y el temor y la simple adhesión a la realidad eran explicaciones verosímiles del problema.

     Noches después, un libro y un recuerdo me iluminaron. El libro fue el Man and Superman de Shaw; el pasaje a que me refiero es aquel del sueño metafísico de John Tanner, donde se afirma que el horror del Infierno es su irrealidad; esa doctrina puede parangonarse con la de otro irlandés, Juan Escoto Erigena, que negó la existencia sustantiva del pecado y del mal y declaró que todas las criaturas, incluso el diablo, regresarán a Dios. El recuerdo fue de aquel día que es perfecto y detestado reverso del 23 de agosto: el 14 de junio de 1940. Un germanófilo, de cuyo nombre no quiero acordarme, entró ese día en mi casa; de pie, desde la puerta, anunció la vasta noticia: los ejércitos nazis habían ocupado a París. Sentí una mezcla de tristeza, de asco, de malestar. Algo que no entendí me detuvo: la insolencia del júbilo no explicaba ni la estentórea voz ni la brusca proclamación. Agregó que muy pronto esos ejércitos entrarían en Londres. Toda oposición era inútil, nada podría detener su victoria. Entonces comprendí que él también estaba aterrado.

     Ignoro si los hechos que he referido requieren elucidación. Creo poder interpretarlos así: Para los europeos y americanos, hay un orden –un sólo orden– posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura del Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron de ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente, con Hércules.

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