Mario Benedetti

A las diez de la mañana el Jefe de Redacción lo había llamado a su despacho y él captó de inmediato que el gesto era severo. Gilardi, voy a encargarle una nota importante, espero que no me decepcione. Como único comentario, él apretó los labios, sabedor de que eso no lo comprometía a nada. El 8 de marzo de 1971, empezó el jefe, o sea dentro de tres días, se cumple el primer aniversario de la muerte del diputado Mateo Prado, quien, como usted sabe, gozó siempre, dentro y fuera de su partido, de una justa fama de hombre probo, inteligente y honesto. Como usted también sabe, ingresó al Parlamento en representación de F, su departamento, y yo diría que en especial de Y, su ciudad natal. Tengo la intención de que el diario cubra generosamente este aniversario: habrá por lo tanto un nutrido currículum, opinarán dirigentes políticos de variada procedencia (aunque cuidadosamente elegidos), se incluirán fotografías reveladoras de sucesivos capítulos de su vida, y por supuesto habrá un editorial austeramente laudatorio, como es nuestro estilo. Y voy al grano: quiero que mañana temprano viaje usted a Y, y allí busque y encuentre a gente que conoció a Prado. Puede hacer todas las entrevistas que considere convenientes. A esta altura ya habrá advertido que lo que pretendo es un retrato plural, con muchas voces y entrañables evocaciones. Quiero un Mateo Prado fundamentalmente humano, el hombre corriente que fue en Y antes de consagrarse a la política. Eso sí, y esto no se le olvide, un retrato que sirva de complemento al homenaje. Yo sé que usted no comulga con las ideas que defendió Prado, pero también sé que usted es un buen profesional y en consecuencia sabrá esconder sus reticencias. Hay que ser generoso, Gilardi, hay que ser generoso. Hoy es lunes; el miércoles a la tarde quiero su nota sobre mi mesa. Puede explayarse si quiere, hasta doce folios. Esta vez no se va a quejar de la falta de espacio.
     El martes al mediodía el ómnibus interdepartamental depositaba a Gilardi en la plaza Independencia de Y. Como primera medida, tomó una habitación en el Hotel Imperial, se refrescó un poco y dejó allí el maletín con la muda de ropa interior, la camisa de recambio, el cepillo de dientes, el dentífrico y pocas cosas más, entre ellas la novela de Conrad que había empezado a leer durante el viaje. Cuando entregó la llave en la recepción, adoptó un aire distraído para preguntar al empleado si don Mateo Prado se había alojado alguna vez en el hotel. ¿Quién? ¿El diputado? No, no creo, tenía familiares aquí, así que se alojaría con ellos. Pero, ¿lo conoció? Qué más remedio, contestó el otro. Gilardi cruzó lentamente la plaza soleada y se instaló en el café Moderno. Cuando el mozo le trajo el cortado, él deslizó el nombre. El otro lo miró con desconfianza, como si tratara de descubrir la intención última de la pregunta. Desde que se instaló en Montevideo, el diputado venía poco por estos pagos, dijo con cautela. Ya lo sé, pero, ¿usted lo conocía de antes? Claro, quién no. Gilardi explicó que era periodista y que el diario lo había enviado a Y para recoger opiniones sobre Prado. ¿Y van a figurar los nombres? No, incluso no tiene por qué darme el suyo. Lo reclamaron de otras mesas y probablemente aprovechó la tregua para reflexionar, pero diez minutos después estaba nuevamente junto al periodista. Mire, joven, a mí no me gusta hablar de lo que no conozco, detesto repetir lo que dicen de alguien. Está bien, no lo haga, pero usted también debe tener una impresión directa, personal. Sólo de eso puedo hablar. Cuando aún vivía en Y, Prado venía casi todas las noches al café y jugaba a los dados o al poker con cuatro o cinco parroquianos que no siempre eran los mismos, y bueno, les hacía trampas, no todas las veces, claro, para que así ellos tomaran confianza, pero la noche en que decidía trampear, entonces los esquilmaba, ya que, naturalmente, cuanto más perdían, más fuerte jugaban. ¿Y la policía toleraba el juego? Por ese lado no había problema, el comisario siempre supo darse su lugar. ¿Y los parroquianos no se daban cuenta de que él los estafaba? No, en ese entonces le tenían demasiado respeto (por el padre, ¿sabe?) como para desconfiar. Después, bastante después, se lo perdieron, pero él ya no se aparecía por aquí. ¿Y usted cómo se daba cuenta? Y bueno, son muchos años: el fullero tiene tics profesionales, gestos rutinarios pero reveladores, un particular brillo en los ojos cuando el fraude culmina.
     Antes de almorzar, Gilardi entró en la farmacia. Un boticario es siempre un portavoz. Pero éste no mordió el anzuelo. El diputado era un cliente como cualquiera. Recuerdo que consumía demasiadas aspirinas. Ignoro cómo habrá combatido años después las jaquecas parlamentarias, que son las peores. En realidad, no había que alejarse mucho para encontrar un restaurante medianamente acogedor, punto de encuentro de agentes viajeros y comerciantes locales. Eligió una mesa junto a la ventana, así tenía una panorámica de la plaza, con la iglesia, el supermercado, el café Moderno, el hotel Imperial. Trató de imaginar el ambiente en que se había desenvuelto aquel Mateo anterior a la política, pero todavía le faltaban elementos. Con todo, y gracias a dos fugaces conversaciones (una en el quiosco de periódicos, otra en la librería Rodó), ahora por lo menos sabía que el padre de Mateo había sido estanciero, con excelentes campos de pastoreo. En los años cuarenta había ganado mucho dinero, pero en los cincuenta lo había perdido en varias urgentes y desastrosas excursiones a los casinos de Carrasco y Punta del Este. En 1958 se había pegado un tiro. Sólo dejó un papel con un garabato: Perdónenme, pero me conozco y sé que no podría soportar la pobreza.
     Cuando Gilardi estaba todavía estudiando la carta de vinos, un individuo alto, sesentón, de traje gris, camisa blanca y corbata azul, le pidió permiso para sentarse a su mesa. Por supuesto, dijo Gilardi. El otro se presentó como Juan Pedro Suárez. Se dieron la mano. Gilardi advirtió que la del tipo estaba húmeda, pero no con una humedad circunstancial sino poco menos que congénita. Así que van a homenajear periodísticamente al Gran Hombre, dijo, irónico, y al sonreír se le formaron nuevas arrugas en el rostro cuarteado. ¿Cómo lo sabe? Aquí todo se sabe. Dicen que somos una ciudad, pero en verdad somos un pueblo grande. ¿Y usted qué piensa del Gran Hombre? Que se murió, y basta. Llevo aquí sólo unas horas, pero tengo la impresión de que no lo querían demasiado. Bueno, no todos: eso pasa siempre con los jugadores. ¿Usted sabía que hacía trampas? Naturalmente, yo era uno de los que perdía. ¿Y por qué se dejaba timar impunemente? Tenía mis razones y no pienso decírselas. Se quedaron un rato en silencio, mirando hacia la plaza, como si el vaivén de los árboles y el idóneo afán de dos lustrabotas constituyeran un espectáculo apasionante. En este pueblo no pasan muchas cosas, dijo cansinamente Suárez, de modo que hacerse lustrar los zapatos en la plaza es una experiencia fundamental, casi diría un signo de poder. A ver, haga un esfuerzo y cuénteme algo bueno de Mateo Prado. Haré el esfuerzo. Por lo pronto, era un excelente lector. Carecía de formación universitaria, pero entre ocio y ocio se había hecho su culturita. En lejanos tiempos llegó a escribir un ensayo sobre Francisco Acuña de Figueroa, autor de dos himnos, que por cierto mereció una breve pero elogiosa reseña en la Revista Nacional, pero no reincidió, era demasiado holgazán para un esfuerzo continuado. Mientras duró el padre, vivió a costillas de don Fermín. Luego, el descalabro de éste le dejó un resentimiento oscuro. Yo diría que se convirtió en un parricida frustrado, retroactivo, pero al menos aprendió que el juego limpio y legal llevaba siempre a la bancarrota, por eso se convirtió en un fullero, pero siempre a un nivel modesto y local, ya que consideraba, con buen criterio, que defraudar a los casinos estaba fuera de su alcance. La madre murió dos años después que don Fermín, y él, que era hijo único, se casó rápidamente con María Ester, la hija menor de Pedro Lemos, el dueño unánime del supermercado, la ferretería y el bazar, además de buenas tierras. La chica era (y es) más bien feúcha y por lo tanto difícilmente colocable, lo que explica la condescendencia de don Pedro para entregarla a un (con perdón) pelotudo como Mateo. Después de todo no hizo tan mal negocio, ya que desde que el yerno se fue a la capital y se metió en política, sus puntos ascendieron considerablemente. Y además, y no es poca cosa, le dio dos nietas. O sea, interrumpió Gilardi, que las virtudes serían, por un lado, una modesta cultura de autodidacta, y por otro, cierta capacidad para engendrar. No simplifiquemos, no sólo eso. Desde que resultó electo diputado, presentó varios proyectos favorables a Y: terminación de la carretera hasta Z, ampliación de la red telefónica, construcción de un nuevo liceo. Ninguno tuvo andamiento, claro, pero él achacó el fracaso a luchas internas en su partido. Ahora explíqueme cómo, dijo Gilardi, con esa mediocre trayectoria que usted me relata, pudo Prado conseguir votos para obtener la misma banca en dos legislaturas. El dinero de don Pedro, ésa es la única explicación, mi amigo. El viejo financió toda la campaña, no sólo en Y, sino a nivel departamental. Tiene mucha plata don Pedro, y además fue sembrando seductoras promesas a nombre de Mateo y así fue conquistando a los caudillos, subcaudillos y caudillitos de la región. Todo para que su hija llegara a señora de diputado, y llegó. ¿Y cómo se comportaba Mateo cuando venía a Y? ¿Seguía jugando al poker en el café Moderno? De ninguna manera. La verdad es que venía muy de vez en cuando, y además, ya era representante nacional, no se le olvide. Un diputado no está para estafitas de poca monta. Cuando se enfrentaron al flan casero, Gilardi agradeció toda la información recibida y consultó al espontáneo acerca de otros posibles testimonios. Usted pregunte donde pueda, pero además anote esta dirección: calle 25 de Agosto 741. Pregunte por Leonor Rivas. No diga que yo lo mando, claro. El tal Suárez concluyó el flan, dobló con cuidado la servilleta, se puso de pie, volvió a extender su mano pegajosa y se fue sin más, sin amagar siquiera con el pago de la doble cuenta, como si desde el comienzo hubiera estado sobreentendido que los datos proporcionados exigían esa mínima retribución. Resignado, Gilardi echó un vistazo a la plaza y comprobó que ésta ya había entrado en su sopor de siesta (hasta los lustrabotas estaban ociosos y soñolientos), tomó un café lavado y más bien asqueroso, pagó la cuenta y caminó lentamente hasta el Imperial. Quería poner en borrador sus notas mentales (en el Interior, los grabadores suelen provocar rechazo y desconfianza) y sobre todo descansar un poco. El guiso de mondongo no le había caído demasiado bien.
     A las seis se duchó, se cambió de camisa y salió en busca de otras opiniones. Al pasar junto a los lustrabotas, advirtió que uno de ellos estaba desocupado y reclamó sus servicios. Cuando el segundo zapato comenzó a brillar, dejó caer el nombre de Mateo. El hombre fue parco: nunca dejaba propinas. ¿Y qué más? Nada más, señor, nunca dejaba propinas y eso para nosotros es suficiente, no necesitamos averiguar otros detalles. Evidentemente, no iba a extraerle otras revelaciones, de modo que, cuando el hombre le golpeó suavemente el zapato izquierdo para comunicarle que su labor había concluido, dejó la propina correspondiente y cruzó pausadamente la plaza, en la que cinco o seis chiquilines peloteaban frente a un arco poco menos que imaginario. Entonces vio el aviso giratorio de la peluquería y decidió entrar. Barba, ordenó amablemente, con la esperanza de recoger algún dato adicional. Pero esta vez no tuvo suerte. Cuando, después de los consabidos comentarios sobre deportes, tiempo y política, pronunció el nombre del diputado, el barbero mantuvo unos segundos la navaja en vilo y dijo con rencor y menosprecio: por favor no me nombre a ese desgraciado.
     Estaba un poco desganado cuando salió de la peluquería y se dirigió a la calle 25 de Agosto, que estaba a sólo dos cuadras de la plaza. El número 741 correspondía a una casa de una planta, con paredes blancas y persianas verdes. No había timbre sino un llamador en forma de mano. Los dos golpes sonaron opacos. Al fin la puerta se abrió y una mujer, todavía joven, inquirió: ¿Señor? Quiero hablar con la señorita Leonor Rivas, dijo Gilardi. Leonor Rivas soy yo. El anuncio lo tomó de sorpresa, ya que la había imaginado con otro aspecto. No era hermosa, pero indudablemente poseía un atractivo especial. Delgada, de ojos oscuros y vivaces, lucía (verdaderamente lo lucía) un vestidito floreado de entrecasa y unas zapatillas deportivas pero con tacos bajos. Curiosamente, el conjunto tenía un sello de elegancia. Gilardi, tras apreciar con ojo experimentado el buen torneado de las piernas, explicó el motivo de su visita (tuvo la impresión de que ella estaba al tanto), pidiéndole excusas por no haberla llamado previamente. Ella dijo con naturalidad que no importaba y lo condujo a un patio interior, donde una prodigiosa santa rita recibía las últimas franjas del sol de la tarde. Un pulido gato gris se movía silencioso entre baldosas en rombo. Venga, sentémonos aquí, a esta hora el patio es más agradable que la sala. El gato trepó silenciosamente a un pretil rugoso y allí se instaló, vigilante. Tengo entendido que usted conoció a Mateo Prado, fue la programada introducción del periodista. Sí, fui su querida, y lo fui hasta su muerte. Gilardi tragó saliva porque no esperaba una franqueza tan rápida. Puedo decirle muchas cosas de Mateo, siguió ella, pero no va a poder publicarlas. ¿Usted no quiere que se publiquen? No, yo no cuento, pero el día de su homenaje no parece la ocasión propicia para revelar su lado ilícito, su región clandestina, ¿no le parece? Sin embargo, igualmente quiero hablarle de él, sólo para que usted sepa, y además, porque con quién voy a hablar de Mateo si ya no está Mateo. A usted no lo conozco, pero no importa. Precisamente, no hablaría de esto con la gente que conozco. Leonor salió un momento en busca del café, dejando a Gilardi a solas con el gato, que desde el pretil lo seguía mirando, interesado pero sin recelo. Debía tener preparado el café, porque regresó enseguida. Era un buen café (y se lo dijo), por cierto mucho mejor que la lavativa del restaurante (esto se lo calló). Soy todo oídos, dijo él. No se haga muchas ilusiones. No voy a revelarle ningún pasaje secreto, ningún hijo natural, ningún tesoro escondido. Simplemente, voy a hablarle de un Mateo bastante distinto del diputado Prado, habitante de la capital, y del ciudadano de Y, sobre quien ya habrá recogido probablemente opiniones varias. No muy favorables por cierto, acotó Gilardi. Ya sé, a Mateo no lo querían aquí y confieso que tenían sus razones. ¿Las trampas en el juego? Sí, claro, y otras cosas peores. Mateo tenía un lado oscuro, casi diría siniestro, que es el que ignoran en Montevideo y en cambio conocen aquí. Sin embargo, no era el único Mateo. Yo fui su querida durante doce años y puedo dar fe. ¿Por qué dice querida, preguntó Gilardi, que es una palabra ya en desuso? ¿Sabe por qué? Porque devuelvo a la palabra su significado original. Me llamo así a mí misma porque siempre me sentí querida por Mateo. No obstante, acotó Gilardi, se casó con la hija de Lemos. ¿Y eso qué tiene que ver? Es sólo un capítulo de su lado oscuro. Otra trampa, bah, igual que las del poker. Una forma, la más simple que encontró, de asegurarse económicamente. Al igual que su padre, Mateo no habría sido capaz de soportar la pobreza. No era un santo, como quizá usted ya se habrá dado cuenta. No obstante, aun en esa, digamos, operación conyugal, hubo algo en que cumplió lo prometido. Le hizo dos hijas a la María Ester y el viejo Lemos quedó satisfecho. Está bien, pero ahora hábleme del otro Mateo, deme la versión de su querida, en la acepción original de la palabra. ¿Sabe una cosa? Es imposible comprender a Mateo si no se llega a una condición que es la que da la clave de su carácter, y esa condición es: debilidad. Ésa es la ventaja que les llevo a los otros: siempre supe que Mateo era un hombre débil. Tal vez por eso me quería, él, que no quería casi a nadie. En nuestra relación no había tapujos. El día en que nos conocimos, en un baile del Club Uruguay, me preguntó, mientras dábamos vueltas en la pista, qué pensaba de él, y yo le dije: usted es un débil, aunque probablemente ni usted mismo lo sepa. Me miró asombrado, como si hubiera escuchado una revelación, se quedó callado, y cuando terminó el tango me depositó en mi silla, me saludó con cierta frialdad y se fue del local. Sin embargo, al día siguiente me telefoneó y quiso encontrarse conmigo en el café Moderno. Yo le dije que allí no, pero que si quería podía ser en la confitería Podestá, frente al río. Cuando estuvimos allí, lo primero que me pidió fue que le explicara por qué yo creía que él era un débil. Le dije que había actitudes de ciertos individuos que eran reprobadas, generalmente con razón, por la sociedad, pero que tales actitudes podían ser el producto de un carácter fuerte, desprejuiciado, definido, incluso cruel (en rigor eso ocurría la mayoría de las veces), pero también podían ser la expresión de un carácter débil, alguien que simulaba decisión, tozudez y hasta valor, simplemente para ocultar sus carencias, su timidez y hasta su cobardía. Me preguntó si le estaba llamando cobarde y le respondí que creía que la cobardía era uno de sus ingredientes pero no el primordial. Entonces, en contra de lo que yo esperaba, me sonrió abiertamente y dijo, tuteándome: Voy a demostrarte que no carezco totalmente de valor. Se puso casi rojo antes de decirme, sin bajar la mirada: ¿Querés ser mi amante? Confieso que la palabrita me sonó tenebrosamente ambigua, pero no me puse roja, creo que más bien me puse pálida. Reflexioné unos instantes antes de contestarle: No, no quiero ser tu amante, sólo aceptaré ser tu querida. No era nada tonto, así que captó la diferencia. Apoyó su mano en la mía y así quedó sellado el pacto. No hubo besos ni otras zalemas, pero supe que aquello era de por vida. Por entonces yo ya vivía sola, en esta misma casa. Tres días después vino aquí y se quedó toda la noche. Pero antes de hacer el amor hablamos como tres horas. Entre ambos fuimos abriendo su vida como si fuera un cofre de pirata. Preguntame, decía, preguntame más, es la forma de que yo me vaya conociendo. Y yo le preguntaba. Por ejemplo, por qué no trabajaba. Tengo una holgazanería congénita, casi diría que existencial; no sólo no puedo trabajar sino ni siquiera imaginarme trabajando. Pero la plata se te acabará pronto. Ya lo sé; tampoco entonces trabajaré, alguna solución aparecerá. Soy débil, tenés razón, pero tengo cierto ingenio para buscar salidas. ¿Por qué hacés trampas? Porque no tengo coraje para ser honesto. Admiro sinceramente a los honestos. Las trampas son para los débiles. ¿Y si un día te descubren? No me van a descubrir, estate tranquila, sé administrarme, soy fullero pero no ambicioso. Otros tramposos aspiran a ser millonarios, pero yo sólo aspiro a no trabajar. No me vas a negar que hay una diferencia, y en cierto modo, la sociedad de Y, aunque me reprueba, en el fondo respeta la modestia de mis delitos. En el amor era muy tierno. Aquella primera noche, cuando se dio cuenta de que yo era virgen, lloró como una criatura. Le pregunté por qué y dijo que no iba a casarse conmigo. Lo repetía sin cesar: voy a quererte siempre pero no voy a casarme contigo. Lo tranquilicé como pude. Le aseguré que yo también iba a quererlo siempre pero que no pensaba casarme con él. ¿Y con quién? Con nadie, Mateo, con nadie. Pues yo sí voy a casarme con la María Ester. Le pregunté si ella lo sabía. Todavía no. Sólo lo sabe el padre. De manera que entre él y yo las cosas estuvieron claras desde el comienzo. Le aseguro que para mí fue la felicidad, restringida pero felicidad. Creo que no podré querer a otro. La debilidad de Mateo era muy seductora, al menos para mí. Me sentía una privilegiada porque tenía junto a mí al Mateo que nadie conocía. Era un hombre fundamentalmente bondadoso, pero carecía de la fuerza necesaria para mostrarse ante los demás tal como era. Hacia fuera, era esclavo de la imagen que él mismo había ayudado a crear. Sólo conmigo se sinceraba. Era tierno, pero le costó habituarse a su propia ternura. Yo lo ayudé, naturalmente, y él se iba de a poco descubriendo. Disfrutaba como un niño cuando detectaba en sí mismo sentimientos que para él eran toda una novedad. Cuando venía a quedarse conmigo y llegaba la noche y se acostaba, apagaba la luz y me decía, despacito, muy suave: Vení, Pigmalión. Y yo iba. Gilardi no tomaba notas, simplemente escuchaba. A esta altura tenía la impresión de que Leonor Rivas no se dirigía a él; simplemente monologaba, ensimismada. Sólo ante una pausa de ella se atrevió a comentar con cautela, como temeroso de romper un hechizo: Tengo entendido que en los últimos años venía poco por Y. Sí, muy poco, y cuando llegaba no nos veíamos. Claro que igual nos encontrábamos. Mateo había comprado una sencilla casita en J, bastante aislada del pueblo. Allí nadie nos conocía y nos juntábamos dos o tres veces por mes. ¿Lo echa de menos? Mucho, pero de algo me sirve evocar nuestra relación, sus pormenores. Como siempre estábamos solos, la nuestra era una intimidad muy dulce, sin miradas extrañas, sin interferencias. Para los demás estaba su vida vulgar, rutinaria, oportunista. Yo en cambio tenía su vida real, y además la fui cambiando y él me lo agradecía. Si no fuera por vos, yo sería sólo un canallita. Ahora sigo siendo un canallita, pero también soy este otro que vos descubriste en mí. ¿Y alguna vez tuvo con usted un gesto generoso? Me refiero a lo económico. No era necesario, dijo Leonor, tengo esta casa, que fue de mis padres, y una rentita que me alcanza y me sobra. Cuando compró la casita de J quiso ponerla a mi nombre y fui yo la que no quise. Imagínese que yo, precisamente yo, no podía disfrutar de un dinero que en realidad no era de Mateo sino de María Ester o del viejo Lemos. Poco después de la muerte de Mateo, me citaron en una escribanía de Montevideo y me dieron un paquetito que él me había dejado. Allí había una alianza y un cintillo de mucho valor (éstos, ¿ve?) y una tarjeta: Esto quiere decir que vos fuiste mi verdadera mujer. Cuando lo recibas, yo no estaré, pero cuando escribo estas líneas todavía estoy y te confieso que no aguanto más, quiero decir que el hombre decente que vos descubriste no soporta más al canallita. Nadie va a saber que mi muerte será un suicidio, pero a vos no podía engañarte. Gilardi apenas pudo balbucear: Entonces, ¿se mató? Sí, pero no vaya a decirlo en su artículo porque nadie se lo va a creer. Mateo tomó todas las precauciones: su suicidio fue parsimonioso, le llevó dos meses y diagnosticaron septicemia. Ahora dígame, ¿no cree que después de todo se merece el homenaje? Gilardi tuvo la impresión de que con aquella pregunta terminaba la confidencia. Leonor tenía los ojos brillantes pero sin lágrimas. Desde el pretil el gato se lamió una pata y luego se deslizó junto a su dueña. Gilardi interpretó ese traslado como una señal inequívoca de que la entrevista había concluido. Se puso de pie, dijo dos veces gracias Leonor, ella inclinó apenas la cabeza, sin mirarlo, y él se encaminó hacia la puerta de la calle. La viuda clandestina de Mateo Prado no lo acompañó. Permaneció en el patio, que ya estaba en sombras, mirando obstinadamente la santa rita. El gato sí fue con él, tal vez para asegurarse de que realmente se iba.
     No entrevistó a nadie más. ¿Para qué? Regresó al hotel, recogió su maletín, pagó la cuenta y fue, con tiempo de sobra, a tomar el ómnibus interdepartamental de las 20 y 30. Horas más tarde, cuando llegó a su casa, se acostó sin cenar, apenas tomó un vaso de leche. Desde su dormitorio, la madre le gritó que lo habían llamado del diario para recordarle que mañana debía presentar la nota que le habían encargado. Puso el despertador a las siete, se desvistió, se lavó los dientes y se metió en la cama. Por un momento barajó la posibilidad de no hacer la nota (y en consecuencia renunciar de hecho a su puesto de redactor), pero la vacilación duró muy poco. Mientras llegaba el sueño, empezó a redactar mentalmente el reportaje que teclearía por la mañana en su casa y depositaría en horas de la tarde sobre la mesa del Jefe de Redacción: Hace hoy exactamente un año que fallecía en Montevideo el ciudadano Mateo Prado, rodeado del afecto de su joven esposa etcétera. Tras la consabida introducción, plena de latiguillos, el párrafo esencial arrancaría así: Y hoy este cronista puede decirle al lector que ha sido conmovedor verificar la imagen de hombre lúcido, recto, desinteresado, laborioso, que en Y transmiten los modestos ciudadanos de a pie. Desde el mozo de café hasta el simple lustrabotas, desde un ocasional compañero de juego hasta la dama de tradición y alcurnia, desde el barbero locuaz hasta el boticario lacónico, los testimonios aislados van componiendo, como coloridas piezas de un puzzle, el retrato veraz de un hombre íntegro. Etcétera, pensó quedamente Gilardi, y se durmió.

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