Rubén Darío

XIII

 
¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible
que desde los abismos has venido a ser todo
lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacra de la estatua de lodo!
 
Te asomas por mis ojos a la luz de la tierra
y prisionera vives en mí de extraño deseo;
te reducen a esclava mis sentidos en guerra
y apenas vagas libre por el jardín del sueño.
 
Sabia de la Lujuria que sabe antiguas ciencias,
te sacudes a veces entre imposibles muros,
y más allá de todas la vulgares conciencias
exploras los recodos más terribles y obscuros.
 
Y encuentras sombra y duelo. Que sombra y duelo encuentres
bajo la viña en donde nace el vino del Diablo.
Te posas en los senos, te posas en los vientres
que hicieron a Juan loco e hicieron cuerdo a Pablo.
 
A Juan virgen y a Pablo militar y violento,
a Juan que nunca supo del supremo contacto;
a Pablo el tempestuoso que halló a Cristo en el viento,
y a Juan ante quien Hugo se queda estupefacto.
 
Entre la catedral y las ruinas paganas
vuelas, ¡oh Psiquis, oh alma mía!
—como decía
aquel celeste Edgardo,
que entró en el paraíso entre un son de campanas
y un perfume de nardo—,
entre la catedral
y las paganas ruinas
repartes tus dos alas de cristal,
tus dos alas divinas.
Y de la flor
que el ruiseñor
canta en su griego antiguo, de la rosa,
vuelas, ¡oh, Mariposa!,
a posarte en un clavo de nuestro Señor.
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