Alfonso Reyes

El más impersonal de los respetos morales, el círculo más exterior de los círculos concéntricos que acabamos de recorrer es el respeto a la naturaleza. No se trata ya de la naturaleza humana, de nuestro cuerpo; sino de la naturaleza exterior al hombre. A algunos hasta parecerá extraño que se haga entrar en la moral el respeto a los reinos mineral, vegetal y animal. Pero debe recordarse que estos reinos constituyen la morada humana, el escenario de nuestra vida.

El gran poeta mexicano Enrique González Martínez dice:

...Y quitarás, piadoso, tu sandalia, para no herir las piedras del camino. No hay que tomarlo, naturalmente, al pie de la letra. Sólo ha querido decir que procuremos pensar en serio y con intención amorosa, animados siempre del deseo de no hacer daño, en cuantas cosas nos rodean y acompañan en la existencia, así sean tan humildes como las piedras.

Dante, uno de los mayores poetas de la humanidad, supone que, al romper la rama de un árbol, el tronco le reclama y le grita: “¿Por qué me rompes?” Este símbolo nos ayuda a entender cómo el hombre de conciencia moral plenamente cultivada siente horror por las mutilaciones y destrozos.

En verdad, el espíritu de maldad asoma ya cuando, enturbiamos una fuente de agua clara, o echamos inmundicias a los ríos o desechos tóxicos al mar; o cuando arrancamos ramas de los árboles por sólo ejercitar las fuerzas; o cuando contribuimos a ensuciar el aire que todos necesitamos; o cuando matamos animales fuera de los casos en que nos sirven de alimento; o cuando torturamos por crueldad a los animales domésticos, o bien nos negamos a adoptar prácticas que los alivien un poco en su trabajo.

Este respeto al mundo natural que habitamos, a las cosas de la tierra, va creando en nuestro espíritu una conciencia de la importancia que tiene para todos la preservación de la ecología, esto es, de la relación que existe entre los organismos vivos y el medio ambiente. Al mismo tiempo, este respeto nos despierta un hábito de contemplación amorosa que contribuye a nuestra felicidad y que, de paso, desarrolla nuestro espíritu de observación y nuestra inteligencia.

Pero no debemos quedamos con los ojos fijos en la tierra. También debemos levantarlos a los espacios celestes. Debemos interesarnos por el cielo que nos cubre, su régimen de nubes, lluvias y vientos, sus estrellas nocturnas.

Cuando un hombre que tiene un jardín ignora los nombres de sus plantas y sus árboles, sentimos que hay en él algo de salvaje; que no se ha preocupado de labrar la estatua moral que tiene el deber de sacar de sí mismo. Igual diremos del que ignora las estrellas de su cielo y los nombres de sus constelaciones.

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