¿Por qué querer deshacer
un nudo que Dios ha hecho?
Sí, yo sé que los dos hilos
andaban flotantes, sueltos:
pero un día sopló un viento
que venía de lo alto,
que los empujó uno a otro.
Y al tocarse se enlazaron,
se estrecharon, sin remedio.
¡Qué nudo ya entre dos vidas!
¡Qué punto en que dos destinos
al apretarse, cruzados
con el calor de dos cuerpos,
crean un destino nuevo:
las almas indisolubles!
Y un día
nos encontramos los dos
llorando ante el nudo estrecho.
¿Cortarlo? Tú lo quisiste.
Tentaciones de cuchillo
te brillaron por momentos.
Pero si el nudo cortabas
te cortarías tu hilo,
y el mío, a mí, porque en él
estamos los dos unidos.
Cortar un nudo es cortarse
los dos hilos que lo hicieron.
¿Desenredarlo? Las manos
lloraron de pena larga,
porque el alma no quería
y lo intentaban los dedos.
¡No lo toques! ¡Déjalo!
Resístete, si tú quieres,
a que el viento antiguo siga
acercándonos, haciendo
nuestro nudo más estrecho.
Vuelve a ser el hilo tuyo,
libre, suelto. Nuestros hilos
volverán a separarse
como si fueran distintos.
Pero allá atrás quedará
—¡no la mates!—la memoria
viva de haber sido más
que dos pobres vidas sueltas.
Y el recuerdo de ese nudo
en que los dos fuimos uno,
porque queríamos serlo,
ha de durar, sin atarnos,
no ya como nudo, no,
sino como lazo eterno:
voluntad de no soltarse
de algo que nunca se suelta,
amor, lazo, en nuestros pechos.