Dormido le brotó
las azucaradas alas
de cóndor,
enfermo, viejo,
mal oliente,
pero perfumado
de especias altisonantes.
Su rostro de roble sembrado
dentro de un sombrero
con algodones chillones,
con tierra abonada
de imaginación
y de cerebros esparcidos
para ser devorados
por los bejucos
y los arrozales.