Onelio Jorge Cardoso

Moñigüeso

     Alguien daba el primer grito. Alguno atronaba el aire.
     —¡Moñigüesooo!
      Y entonces él volvía la cabeza, puntiaguda arriba y abajo recta, terminada en un poderoso maxilar. Desde el café hasta los portales del correo empezaba a salir gente a la calle, quienes se iban aglomerando alié donde Moñigúeso daba su “función”. Banguela, el mulato barbero, se quitaba los espejuelos y con su bata llena de pelos recién cortados se asomaba sonriente. Hasta la señora y las niñas del dueño de los almacenes salían al balcón.
      Él se paraba en mitad de la calle y empezaba a girar sobre sí mismo atendiendo a las voces que le llegaban por un rumbo distinto. Miraba a todos desesperado, como una bestia acosada. Se le notaba en el rostro el duro esfuerzo por agrandar los ojos pequeños como das botones de hueso. Por fin, aprisionándose la cabeza entre los brazos, caía sobre las piedras. Se hacía entonces un silencio pesado. Las pocas voces piadosas tomaban fuerza y la gente sentía un tanto de vergüenza debajo de la risa.
      Lo único efectivo que se hacía era trasladarlo a las portales para permitir el paso de los cuatro vehículos del pueblo. Después que recobraba los sentidos escapaba siempre a paso torpe, esquivando el encuentro con la gente.
      Moñigüeso vivía en casa de la vieja Elvira, quien, por el bien quedar con Dios y el buen atendimiento de la arboleda, le dio refugio en su “Quinta”. Habitaba en el patio, sobre el corral de los cerdos. De allí lo tumbaba veinte veces al día la llamada de la vieja Elvira. Venía entonces, inexpresivo y torpe, hasta la cerca de metal que resguardaba el pequeño patio del resto de la propiedad, y balbuceaba:
     —Diga.
      Después obedecía ciegamente hasta donde hubiera entendido lo que se le ordenare. Entre sus obligaciones tenía la de barrer el suelo de la arboleda y sacar la tierra. Recolectaba los frutos del cacao. Alguna vez iba al pueblo El llevar las cartas o traer la carne, pero la mayor parte de su tiempo transcurría bajo la espesa sombra de los frutales.
      En tanto, por el pueblo su fama había crecido de otra manera entre los muchachos. Cada padre se encargaba de ello. Por cualquier nadería de un niño se invocaba siempre la amenazadora presencia de Moñigüeso; del turbio Moñigüeso que volaba sobre los tejados y devoraba a la gente menuda. Como no se les quería pegar en el cuerpo se les pegaba en la mente. Pero por esta razón también, jamás la vieja Elvira tuvo que lamentarse del hurto de una fruta en su “Quinta” por alguna mano pequeña.
      Acaso tres o cuatro padres, no más, de los que habitaban aquel pueblito, no utilizaron nunca la leyenda de Moñigüeso Entre estas hombres contaba en primera línea el jefe de la Policía. Era un hombre alto, ancho de hombros y rugoso de cuello.
      Él jamás invocó a Moñigüeso y la razón era que tenía el hombre un maxilar cuadrado abajo, y ese maxilar lo había heredado su pequeño, cuya cabeza, a la vez, se agudizaba hacia arriba tal y como la cabeza de la madre.
      En los primeros meses el pequeño fue un bebé más, pero luego que las facciones fueron tomando su destino se hizo imposible mirarlo sin evocar el rostro lejano de Moñigüeso. Los padres lo notaron sin la ayuda de nadie, y él, que para eso era el hombre, lo dijo, mimándolo, pero lo dijo:
     —Moñigüesito—habló, apretándole suavemente el pie pequeño.
      En adelante el policía fue el más encarnizado enemigo de Moñigüeso. Cuantas veces vino al pueblo el idiota, salía el militar de donde estuviera, y orientándose por las voces y las burlas, llegaba al centro del grupo. De allí ordenaba conducirlo a los portales y disolvía el gentío. Luego estaba todo El tiempo que fuera necesario al lado de Moñigüeso y tan pronto éste se recobraba le ordenaba sin mirarlo:
     —¡Vete, lárgate!
      En cierta ocasión el capitón golpeó duramente a Moñigüeso. Sucedió que uno de esos días, acosado ya y girando sobre sí, cuando apareció el militar alguien dio un grito detrás del idiota. Esto so volvió retrocediendo de espaldas al capitán, y mientras, balbuceó dos sílabas torpes Acaso las das voces sanaron como una palabra entera, “papá”, y la fuste del militar cayó sobre la espalda de Moñigüeso. Así estuvo golpeándolo, con la boca apretada y los ojos encendidos, hasta que el idiota se desplomó.
      Dos semanas más tarde, el capitán mandó ensillar su cabello y tomó el camino de la “Quinta”. Cuando hubo llegado, la vieja Elvira salió a saludarlo con tan buenas maneras que se le traducía el miedo al uniforme. El ni siquiera se bajó del caballo:
     —Vengo a pedirle una cosa—dijo.
     —Sí señor.
     —El caso es que usted mantiene a Moñigüeso.
     —Si, capitán.
     —Bueno, me hace el favor de no mandarlo más al pueblo.
     —Pero es el caso, capitán, que yo...
      Más él la cortó enseguida:
     —Nada, está ocasionando trastornos y con eso sobra.
      Luego, picando espuelas, saludó con la mano sin volver la cabeza.
      Curvando entre los árboles discurría el agua clara del río. Un frutal de nangas blancas extendía sus ramas hasta la orilla opuesta sombreando un buen espacio del agua. En la época de las frutas Moñigüeso se metía en la corriente, con el agua al pecho, moviendo los pies con cuidado de no enturbiar el agua y ver a través de ella el claro de la fruta que le llegaba difuso desde el fondo. A cada momento se paraba, doblaba medio cuerpo, y alargando el brazo metía la cara o la cabeza en el agua para acarrar la fruta madura y fresca. De allí las lanzaba a la orilla. De esta manera descubrió una tarde su rostro. Miró a la superficie quieta y vio el verde movido de la rama y las hojas. Al rato sorprendió la gran mandíbula y después la punta afilada del cráneo. Cuando la gente lo acosaba allá en el pueblo él recordaba una sola cosa: que todos le miraban el rostro. La empezaba pues a mirar al centro. Borrosamente salía la nariz achatada y al lado, inclinando la cabeza, los pómulos nudosos. Arriba sólo un corto mechón de pelos erguidos y revueltos.
      Instintivamente sintió odio; una cólera callada contra la silueta reposada en el agua. En ese momento una hoja venida de lo alto tocó la superficie, y una onda, menuda y suave, balanceó la silueta comprimiendo y estirando los rasgos. Por primera vez una desconocida alegría le sacó gruñidos de satisfacción, pero sucedió lo inesperado: el agua empezó a aquietarse. Al principio se formaron las ramas altas, imprecisas aún, pero lentamente se fueron delineando entre el elástico movimiento de las aguas y al fin quedar retratadas de nuevo. Más acá debía de estar su rostro, lo adivinaba casi, pero temía tropezarlo otra vez. Más irremediablemente, con un brusco movimiento del cuello le clavó los ojos. Allí estaba con dos pequeños puntos de furia en la cara. Entonces levantó el puño y lo descargó sobre el agua. Estallaron los reflejos del sol y alguno, más intenso, la cegó momentáneamente. Pero desapareció la imagen y esta vez pasó de los gruñidos a un sordo grito de triunfo.
      Sólo cuando la primavera inundaba los pequeños afluentes y ponía turbia el agua, Moñigüeso dejaba de buscarse en el agua del río. Así pasó mucho tiempo sin visitar el poblado. Por años no cruzó el puente de madera que separaba la “Quinta” del camino del pueblo. Pero una tarde doña Elvira lo puso en el trillo y le entregó unas cartas. Ese día Moñigüeso fue al pueblo y estuvo de regreso temprano. La vieja suspiró aliviada y luego le hizo repetir los viajes y posiblemente no hubiera pasado lo del ataque si una vez frente al correo notara Moñigüeso tocándose los bolsillos, que había extraviado las cartas. Lejos de preocuparse se sintió importante y pasó toda la mañana en el correo como un animal atado.
      Poco a poco la gente fue llegando y haciéndole preguntas que no comprendía y después ellos gritaron y él cayó como siempre. Cuando estaba ya en el portal y habían pasado y repasado los cuatro vehículos del pueblo llegó el jefe de la Policía. Luego salió a la calle e hizo detenerse a un auto. Miró con severidad a los curiosos y ordenó:
     —A cargarlo.
      Vinieron unos cuantos y ayudaron a meter al enfermo en la máquina. Después se detuvo el auto en la puerta de Elvira y en esta ocasión él fue el único que habló:
     —Por última vez, del puente ese para allá no quiero que pase.
      Con no ponerle un sobre cerrado en las manos bastaba. Así que en lo adelante, algunas tardes ella lo miraba salir sin temor y segura de que iba sólo a la baranda del puente.
      Con los años también había crecido el hijo del policía. Pero el resto de los muchachos prefería no meterse en juegos con aquel muchacho que aprendía las cosas difícilmente y que despertaba en todos un agudo deseo de burla.
      Una tarde Moñigüeso estaba en el río cuando lo sacó el grito de la vieja Elvira. Chorreando agua todavía se plantó ante la cerca de meta La vieja le recorrió con una mirada y dijo:
     —Sale al puente, vete a coger el sol.
      Y él obedeció. Antes de llegar al puente había muchas cosas que ver. El camino era angosto, flanqueado por dos muros de tierra siempre fresca. Desde arriba colgaban algunos bejucos oscuros como culebras, secos ahora, pero invadidos de flores cuando rompían los primeros aguaceros de abril. Eran unas flores rojas que él quizás no advirtiera más que como color intenso dado en la tierra, sin forma ni destino de flor. Cuando llegó al puente el cielo estaba limpio y arriba volaba un gavilán. Moñigüeso se apoyó en la baranda inclinándose para mirar al río, pero vio un cuerpo sentado allí. En verdad a Moñigüeso le asustaba la gente, no le gustaba ni la propia Elvira, quien le gritaba siempre. Quizás no tuviera sentido mejor desarrollado que aquél para escuchar el silencio, el cual oía latir muchas veces en la arboleda como el corazón escondido de la tierra. Pero él miraba ahora la cara del muchacho y le pareció más blanca y más nueva. Arriba se afilaba el cráneo y abajo caía pesadamente el maxilar. Los pómulos eran iguales, más pequeños, pero los mismos. Era sin duda la cara del río, imprecisa como siempre. Podían ser más nuevos los ojos, pero tenían la misma manera de mirar. En el río también sucedía eso a veces: crecía el rostro por algún ángulo, se agrandaban los ojos o se empequeñecían, se estiraba y se convulsionaba toda la cara y sin embargo, era eso mismo: algo permanente en las transformaciones y un viejo odio crecido por lo permanente. De un momento a otro, pues, con el más ligero movimiento podía desaparecer la imagen. Preferible era mirar detrás, buscar las ramas y las hojas verdes. Pero no estaban allí, ni había mangas maduras hacia abajo, que era hacia el horizonte.
      Entonces dio un paso rápido y levantando el brazo descargó el puño. El cuerpo se inclinó tratando de agarrarse a la baranda con las manos. Pero él por primera vez la había sentido preciso y dura. Jadeante, infinitamente alegre entonces, Moñigüeso pegó una y otra vez en el misma centro de la cara, viendo la sangre correr cuello abajo entre la camisa y la piel. Hasta que dio un último golpe y el rostro desapareció. Abajo chocó primeramente con las piedras y luego rodó al río. Angustiosamente, Moñigüeso estuvo largo tiempo vigilándolo, la cabeza inclinada sobre el agua, hasta que pudo comprender que ahora el rostro estaba más blanco y pegado al fondo, mientras el agua se deslizaba encima.
      Y fue entonces que reunió todos los gruñidos en un solo grito para atronar el aire, sintiéndose dichosamente liberado.

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