¿Y no sientes acaso tú también un dolor tormentoso sobre la piel del tiempo,
como de cicatriz que vuelve a abrirse allí
donde fue descuajado de raíz el cielo?
¿Y no sientes a veces que aquella noche junta sus jirones en un ave agorera,
que hay un batir de alas contra el techo,
como un entrechocar de inmensas hojas de primavera en duelo
o de palmas que llaman a morir?
¿Y no sientes después que el expulsado llora,
que es un rescoldo de ángel caído en el umbral,
aventado de pronto igual que la mendiga por una ráfaga extranjera?
¿Y no sientes conmigo que pasa sobre ti
una casa que rueda hacia el abismo con un chocar de loza trizada por el rayo,
con dos trajes vacíos que se abrazan para un viaje sin fin,
con un chirriar de ejes que se quiebran de pronto como las rotas frases del amor?
¿Y no sientes entonces que tu lecho se hunde como la nave de una catedral arrastrada por la caída de los cielos,
y que un agua viscosa corre sobre tu cara hasta el juicio final?
Es otra vez el légamo.
De nuevo el corazón arrojado en el fondo del estanque,
prisionero de nuevo entre las ondas con que se cierra un sueño.
Tiéndete como yo en esta miserable eternidad de un día.
Es inútil aúllar.
De esta agua no beben las bestias del olvido.