Bajo mis ojos te extendías,
país de dunas –ocres, claras.
El viento en busca de agua se detuvo,
país de fuentes y latidos.
Vasta como la noche,
cabías en la cuenca de mi mano.
Después, el despeñarse inmóvil
adentro afuera de nosotros mismos.
Comí tinieblas con los ojos,
bebí el agua del tiempo, bebí noche.
Palpé entonces el cuerpo de una música
oída con las yemas de mis dedos.
Juntos, barcas obscuras
a la sombra amarradas,
nuestros cuerpos tendidos.
Las almas, desatadas,
lámparas navegantes
sobre el agua nocturna.
Abriste al fin los ojos.
Te mirabas mirada por mis ojos
y desde mi mirada te mirabas:
como el fruto en la hierba,
como la piedra en el estanque,
caías en ti misma.
Dentro de mí subía una marea
y con puño impalpable golpeaba
la puerta de tus párpados:
mi muerte, que quería conocerte,
mi muerte, que quería conocerse.
Me enterré en tu mirada.
***
Fluyen por las llanuras de la noche
nuestros cuerpos: son tiempo que se acaba,
presencia disipada en un abrazo;
pero son infinitos y al tocarlos
nos bañamos en ríos de latidos,
volvemos al perpetuo recomienzo.