Pueden pasar cien, mil o un millón de años y mis versos, delicadamente fabricados, seguirán por ahí, flotando en la mente de otro que jamás los escribirá. Esta maravillosa idea que creo y siento singular es un ejemplo más de lo hermoso y profundo de lo universal. Estas mismas palabras, por buena o mala suerte, terminarán escritas en otra lengua, otro cuerpo y otra mente. Con suerte, serán leídas y tendrán más éxito. Porque yo no aspiro a eso. Me muero si lo hago. No. Yo no busco ser leído. Quiero servir de inspiración ontológica para el resto que escribirá esto y mejor. Poco más puedo desear. O esa es la mentira que me digo en todo momento. En realidad, sí quiero pedir otra cosa. Quiero que, dentro del caos individual que emerge del complejo baile entre la vida y la muerte, uno de los que escriba esto, haga este ejercicio. Quiero (o más bien necesito), al menos, ser pensado como una pequeña partícula del universo mental de aquel exitoso poeta. No tengo duda de mi mortal destino, pero sí le tengo miedo a no ser imaginado. Por eso, aunque sé que pueden pasar estrellas, autos, rostros, frustraciones y cuerpos al lado de mi ventana, prefiero escribir estas palabras; fijarme en ellas. Así, revivo a todos aquellos que las pensaron y demuestro que sí es posible. El próximo ya no tiene excusa, y tal vez seas tú.