Miguel de Unamuno

Teresa: 11

Era de noche; las estrellas, ojos
del Padre nuestro lacrimosos, claras,
a nuestra Madre, que en la noche envuelta
dormía sus dolores, contemplaban.
Yo, respirando el fresco de la noche
y el de nuestros recuerdos, ¡ay, mi amada!,
junto a la hierba de tu santo campo
por un mundo sin bordes divagaba.
De pronto me cortó el leve respiro
una humilde estrellita que brillaba
en la cruz de madera que corona
la frente que fuá espejo de tu alma.
Doblé este cuerpo que se dobla a tierra
y de mi mano recogí en la palma
un gusano de luz... ¿Cayó del cielo
o brotó para mí de tus entrañas?
¿Quién encendió aquel pálido lucero,
perdido allí, en aquella tierra santa,
que al verdor tierno de la hierba corta
de tu manto de novia recamaba?
¿Era una perla viva de la muerte,
una señal de próxima alborada;
era una verde chispa de tus ojos*
era, Teresa mía, una llamada’
¡Qué cosas dicen!... Que el amor enciende
en la (pobre luciérnaga esa brasa
lánguida y mortecina que de noche
sobre la tierra entre la hierba arrastra.
Mas, ¿qué saben de amor, Teresa mía,
los que de ti, mi amor, no saben nada,
y que. es tu tierra la que a Sirio fúlgido
y al gusano de luz, lívido hermana?
Era de noche; las estrellas, ojos
del Padre nuestro lacrimosos claras,
a nuestra Madre, que en la noche envuelta
dormía sus dolores, contemplaban.
Y tú, desde debajo dé la hierba,
con la luz del gusano recatada,
me decías callando: «Rafael mío,
¿no te decía yo que hay Dios? ¡Aguarda!»

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