Miguel Arteche

Retrato de una estudiante

Todas las cosas del tiempo, todas las cosas del viento,
vibran entre las suaves calles en el crepúsculo.
Nombres derramados, habitaciones solas,
viejas conversaciones derramadas un día,
voces de mis parientes, una tarde que sale
desde el mar sumergido, la soledad de la arena
a mediodía bajo la luz del sol ardiente:
sobre el caudal lejano de mi memoria irrumpen,
mientras escucho ahora las campanadas hondas
surgir desde muy lejos y el tiempo que se lleva
sobre el río las cosas del hombre y su trabajo.
Fluyen, caen, se escapan
las vidas silenciosas, y sólo el río se oye
rodar bajo la noche sin detenerse, oscuro,
en dirección al mar, al mar que muere un poco.
 
¿Es el viento el que aúlla sobre la mar delgada
de las caras marchitas? ¿Es el viento el que escapa
sobre las hojas muertas que arrastran sus tormentos,
en el oscuro y triste mes de abril que presencia
las cosas desvanecidas, la caediza estela
de la niebla moribunda? No hay presencia en su cuerpo;
no hay ríos, ni tierras, ni barcos, ni crepúsculos;
sólo hay un tiempo amargo que miro aquí en la tarde
bajo la luz eléctrica mientras allá en la esquina
dos estudiantes pasan cantando suavemente.
 
Y ahora irrumpe, irrumpe la cansada vida
de mi memoria, y ahora pienso, leo, y mientras canto,
o me miro al espejo, o rezo, o cuchicheo
grises palabrerías con una vieja amiga,
escucho ya los sonidos silenciosos
del pueblo de mi infancia, oigo las notas, miro
los rostros y los gestos de mi familia, y vuelve
su rostro joven; su mirada
regresa entre los ecos de la calle, penetra
mis ojos que le vieron partir oscuramente.
 
Quisiera recordar tantas cosas: el amor desolado
que yo entregara un día; cómo quisiera darle
la ternura, entregarle palabras
como las que él mismo un día me dejara,
y no esta cansada lejanía que escucho
rodar desde la noche, ahora que contemplo
las construcciones rojas de ladrillos que esperan
una vez que el día ha terminado. Y recuerdo un tranvía
que rodaba, metálico, con su carga cansada
—a las tres de la tarde, un día de verano
ardiente y doloroso—, y en la calle quedaba
el silencio, la siesta del sometido asfalto.
 
¡Escucho las alas del tiempo que desciende
en mi pobre cabeza! Una, dos, tres veces siento
el batir de sus alas:
 
¡Una vez en la noche!
(Hasta que el tiempo vuelva.)
¡Dos veces en la noche!
(Hasta que el tiempo escape.)
¡Tres veces en la noche!
(Hasta que el tiempo muera.)
 
Y ahora veo a mi madre, los vestidos usados,
las canciones de una tarde en la sombra
para el tiempo angustioso; miro los escenarios
que un día frecuentaba, el telón, las butacas,
esperando, esperando, las clases interrumpidas,
las gloriosas mañanas, la música querida;
y todo se aleja cabalgando
de mi memoria ausente, y todo vuelve
lentamente a traerme un poco de nostalgia
y de alegría efímera.
 
¿Es el viento el que pregunta en la noche?
¿Es el viento, es el viento el que interroga
sobre mi triste y débil cabeza de muchacha,
es el viento el que reúne estas cosas lejanas
en mi cama pequeña? ¿Es el viento el que escapa
cerca del patio viejo? ¿Es el viento el que vuelve?
 
No. Nada vuelve. Nada ocurre. Pero todo sucede
a veces en la noche. Y si regresa el tiempo
una vez, dos veces, tres veces, en la noche:
 
¡Una vez en la noche!
(Hasta que el tiempo vuelva.)
¡Dos veces en la noche!
(Hasta que el tiempo escape.)
¡Tres veces en la noche!
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