¡Lo hubiera querido tanto, si hubiese él vivido! Yo le habría explicado qué diferencia hay entre las miserias imbéciles y las tristezas grandiosas; entre el desafío y el acobardamiento; entre la energía celeste y la decrepitud juvenil. Alzar la frente es mucho más hermoso que bajarla; golpear la vida es más hermoso que abatirse y tenderse en tierra por sus golpes.
Hieren al vivo en el pecho, y recompone sonriendo sus girones; hieren al vivo en la frente, y restaña sonriendo las heridas. Los que se han hecho para asombrar al mundo, no deben equivocarse para juzgarlo; los grandes tienen el deber de adivinar la grandeza: ¡paz y perdón a aquel grande que faltó tan temprano a su deber!
Porque el peso es ha hecho para algo: para llevarlo; porque el sacrificio se ha hecho para merecerlo; porque el derecho de verter luz no se adquiere sino consumiéndose en el fuego. sufre el leño su muerte, e ilumina; y ¿más cobarde que un leño, será un hombre? A él le queda por ceniza la ceniza: a nosotros el renombre, la justicia, la historia, la patria, el placer mismo de sufrir: ¿qué mejor sepulcro y qué mayor gloria? Cerrada está a las plantas la superficie de la tierra: abrirla es violarla: nadie tiene el derecho de morir mientras que para erguir la vida que dieron le quede un pensamiento, un espanto, una esperanza, una gota de sangre, un nervio en pie. Para pedestal, no para sepulcro, se hizo la tierra, puesto que está tendida a nuestras plantas.
Yo habría acompañado al grande y sombrío Acuña, a aquella alma ígnea y opaca, cuyo delito fue un desequilibrio entre la concepción y el valor– yo le habría acompañado, en las noches de mayo, cuando hace aroma y aire tibio en las avenidas de la hermosísima Alameda [parque de la Ciudad de México]. De vuelta de largos paseos, tal vez de vuelta del apacible barrio de San Cosme, habríamos juntos visto cómo es por la noche más extenso el cielo, más fácil la generosidad, más olvidable la amargura, menos traidor el hombre, más viva el alma amante, más dulce y llevadera la pobreza.
Habría en mí sentido, apoyado su brazo en mi brazo, cómo hay un amor casi tan bello como el amor, pronto siempre en el hombre a complacencias infantiles y a debilidades de mujer: un suave amor sereno que llaman amistad. Y preparados ya a lo inmenso por ese cielo elocuente mexicano, que parece una azul sucesión de cielos, le habría yo inspirado la manera de acostarse, cielo y hombre, por la tranquilidad, que es un gran osadía, es un mismo lecho.
¿Tan pequeña es el alma que son límites las paredes sin tapiz, la vida sin holguras, equivocados y miserables amoríos y la fatal diferencia entre la esfera social que se merece y aquella en que se vive, entre la existencia delicada a que se aspira y la brusca y accidental en que se nace?
Yo sé bien qué es la pobreza: la manera de vencerla. Las compensaciones son un elemento en la vida, como lo son las analogías. La aspiración compensa la desesperación; la intuición divina compensa y premia bien el sacrificio.
Le habría yo enseñado cómo renace tras rudas tormentas, el vigor en el cerebro, la robustez y el placer en el corazón. Las esferas no vienen hacia nosotros, es preciso ir a las esferas. Si la fortuna nos produjo en accidentes desgraciados, la gloria está por vencer, y la generosidad en dar lección a la fortuna. Si nacimos pobres, hagámonos ricos; si sentimos el sol en el alma, qué gran crimen echar tierra oscura sobre el sol. Se es responsable de las fuerzas que se nos confían: el talento es un mártir y un apóstol: ¿quién tiene derecho para privar a los hombres de la utilidad del apostolado y del martirio.?
Y era un gran poeta aquel Manuel Acuña. El no tenía la disposición estratégica de Olmedo, la entonación pindárica de Matta, la corrección trabajosa de Bello, el arte griego de Téophile Gautier y de Baudelaire; pero en su alma eran especiales los conceptos; se henchían a medida que crecían; comenzaba siempre a escribir en las alturas. Habrán hecho confusión lamentable en su espíritu los cráneos y las nubes: aspirador poderoso, aspiró al cielo: no tuvo el gran valor de buscarlo en la tierra, aquí que se halla.
Hoy lamento su muerte: no escribo su vida; hoy leo su nocturno a Rosario, página última de su existencia verdadera, y lloro sobre él, y no leo nada. Se rompió aquella alma cuando estalló en aquel quejido de dolor.
El estaba enfermo de dos tristes cosas: de pensamiento y de vida. Era un temperamento ambicioso e inactivo: deseador y perezoso: grande y débil. Era una alma aristocrática, que se mecía apoyada en una atmósfera vulgar. El era pulcro, y murió porque le faltaron a tiempo pulcritudes de espíritu y de cuerpo. ¡Oh. la limpieza del alma!: he aquí una fuerza que aun es mejor compañera que el amor de una mujer. A veces la empaña uno mismo, y, como se tiene una gran necesidad de pureza, se mesa uno los cabellos de ira por haberla empañado. Tal vez esto también mató a Manuel Acuña; ¡estaba descontento de su obra y despechado contra sí! No conoció la vida plácida, el amor sereno, la mujer pura, la atmósfera exquisita. Disgustado de cuanto veía, no vio que se podían tender las miradas más allá. Y aseado y tranquilo, acallando con calma aparente su resolución solemne y criminal, olvidó, en un día como éste, que una cobardía no es un derecho, que la impaciencia debe ser activa, que el trabajo debe ser laborioso, que la constancia y la energía son las leyes de la aspiración: y grande para desear, grande para expresar deseos, atrevido en sus incorrecciones, extraño y original hasta en sus perezas, murió de ellas en día aciago, haciéndose forzada sepultura; equivocando la vía de la muerte, porque por la tierra no se va al cielo, y abriendo una tumba augusta, a cuya losa fría envía un beso mi afligido amor fraternal.
“El Federalista” México, 6 de Dic. de 1876