José Martí

Bebé y el señor Don Pomposo

Bebé es un niño magnífico, de cinco años. Tiene el pelo muy rubio, que le cae en rizos por la espalda, como en la lámina de los Hijos del Rey Eduardo, que el pícaro Gloucester hizo matar en la Torre de Londres, para hacerse él rey. A Bebé lo visten como al duquecito Fauntleroy, el que no tenía vergüenza de que lo vieran conversando en la calle con los niños pobres. Le ponen pantaloncitos cortos ceñidos a la rodilla, y blusa con cuello de marinero, de dril blanco como los pantalones, y medias de seda colorada, y zapatos bajos. Como lo quieren a él mucho, él quiere mucho a los demás. No es un santo, ¡oh, no!: le tuerce los ojos a su criada francesa cuando no le quiere dar más dulces, y se sentó una vez en visita con las piernas cruzadas, y rompió un día un jarrón muy hermoso, corriendo detrás de un gato. Pero en cuanto ve un niño descalzo le quiere dar todo lo que tiene: a su caballo le lleva azúcar todas las mañanas, y lo llama «caballito de mi alma»; con los criados viejos se está horas y horas, oyéndoles los cuentos de su tierra de África, de cuando ellos eran príncipes y reyes. Y tenían muchas vacas y muchos elefantes: y cada vez que ve Bebé a su mamá, le echa el bracito por la cintura, o se le sienta al lado en la banqueta, a que le cuente cómo crecen las flores, y de dónde le viene la luz al sol y, de qué está hecha la aguja con que cose, y si es verdad que la seda de su vestido la hacen unos gusanos, y si los gusanos van fabricando la tierra, como dijo ayer en la sala aquel señor de espejuelos. Y la madre te dice que sí, que hay unos gusanos que se fabrican unas casitas de seda, largas y redondas, que se llaman capullos; y que es hora de irse a dormir, como los gusanitos, que se meten en el capullo, hasta que salen hechos mariposas.

Y entonces sí que está lindo Bebé, a la hora de acostarse con sus mediecitas caídas, y su color de rosa, como los niños que se bañan mucho, y su camisola de dormir: lo mismo que los angelitos de las pinturas, un angelito sin alas. Abraza mucho a su madre, la abraza muy fuerte, con la cabecita baja, como si quisiera quedarse en su corazón. Y da brincos y vueltas de carnero, y salta en el colchón con los brazos levantados, para ver si alcanza a la mariposa azul que está pintada en el techo. Y se pone a nadar como en el baño; o a hacer como que cepilla la baranda de la cama, porque va a ser carpintero; o rueda por la cama hecho un carretel, con los rizos rubios revueltos con las medias coloradas. Pero esta noche Bebé está muy serio, y no da volteretas como todas las noches, ni se le cuelga del cuello a su mamá para que no se vaya, ni le dice a Luisa, a la francesita, que le cuente el cuento del gran comelón que se murió solo y se comió un melón. Bebé cierra los ojos; pero no está dormido. Bebé está pensando.

La verdad es que Bebé tiene mucho en qué pensar, porque va de viaje a París, como todos los años, para que los médicos buenos le digan a su mamá las medicinas que le van a quitar la tos, esa tos mala que a Bebé no le gusta oír: se le aguan los ojos a Bebé en cuanto oye toser a su mamá: y la abraza muy fuerte, muy fuerte, como si quisiera sujetarla. Esta vez Bebé no va solo a París, porque él no quiere hacer nada solo, como el hombre del melón, sino con un primito suyo que no tiene madre. Su primito Raúl va con él a París, a ver con él al hombre que llama a los pájaros, y la tienda del Louvre, donde les regalan globos a los niños, y el teatro Guiñol, donde hablan los muñecos, y el policía se lleva preso al ladrón, y el hombre bueno le da un coscorrón al hombre malo. Raúl va con Bebé a París. Los dos juntos se van el sábado en el vapor grande, con tres chimeneas. Allí en el cuarto está Raúl con Bebé, el pobre Raúl, que no tiene el pelo rubio, ni va vestido de duquecito, ni lleva medías de seda colorada.

Bebé y Raúl han hecho hoy muchas visitas: han ido con su mamá a ver a los ciegos, que leen con los dedos, en unos libros con las letras muy altas: han ido a la calle de los periódicos, a ver como los niños pobres que no tienen casa donde dormir, compran diarios para venderlos después, y pagar su casa: han ido a un hotel elegante, con criados de casaca azul y pantalón amarillo, a ver a un señor muy flaco y muy estirado, el tío de mamá, el señor Don Pomposo. Bebé está pensando en la visita del señor Don Pomposo. Bebé está pensando.

Con los ojos cerrados, él piensa: él se acuerda de todo. ¡Qué largo, qué largo el tío de mamá, como los palos del telégrafo! ¡Qué leontina tan grande y tan suelta, como la cuerda de saltar! ¡Qué pedrote tan feo, como un pedazo de vidrio, el pedrote de la corbata! ¡Y a mamá no la dejaba mover, y le ponía un cojín detrás de la espalda, y le puso una banqueta en los pies! ¡Y le hablaba como dicen que les hablan a las reinas! Bebé se acuerda de lo que dice el criado viejito, que la gente le habla así a mamá, porque mamá es muy rica, y que a mamá no le gusta eso, porque mamá es buena.

Y Bebé vuelve a pensar en lo sucedió en la visita. En cuanto entró en el cuarto el señor Don Pomposo le dio la mano, como se la dan los hombres a los papás; le puso el sombrerito en la cama, como si fuera una cosa santa, y le dio muchos besos, unos besos feos, que se le pegaban a la cara, como si fueran manchas. Y a Raúl, al pobre Raúl, ni lo saludó, ni le quitó el sombrero, ni le dio un beso. Raúl estaba metido en un sillón, con el sombrero en la mano, y con los ojos muy grandes. Y entonces se levantó Don Pomposo del sofá colorado: «Mira, mira, Bebé, lo que te tengo guardado: esto cuesta mucho dinero, Bebé: esto es para que quieras mucho a tu tío». Y se sacó del bolsillo un llavero como con treinta llaves, y abrió una gaveta que olía a lo que huele el tocador de Luisa, y le trajo a Bebé un sable dorado—¡oh, que sable! ¡oh, qué gran sable!—y le abrochó por la cintura el cinturón de charol—¡oh, qué cinturón tan lujoso!—y le dijo: «Anda, Bebé: mírate al espejo; ése es un sable muy rico: eso no es más que para Bebé, para el niño». Y Bebé, muy contento, volvió la cabeza adonde estaba Raúl, que lo miraba, miraba al sable, con los ojos más grandes que nunca, y con la cara muy triste, como si se fuera a morir:—¡oh, que sable tan feo, tan feo! ¡Oh, qué tío tan malo! En todo eso estaba pensando Bebé. Bebé estaba pensando.

El sable está allí, encima del tocador. Bebé levanta la cabeza poquito a poco, para que Luisa no lo oiga, y ve el puño brillante como si fuera de sol, porque la luz de la lámpara da toda en el puño. Así eran los sables de los generales el día de la procesión, lo mismo que el de él. El también, cuando sea grande, va a ser general, con un vestido de dril blanco, y un sombrero con plumas, y muchos soldados detrás, y él en un caballo morado, como el vestido que tenía el obispo. Él no ha visto nunca caballos morados, pero se lo mandarán a hacer. Y a Raúl ¿quién le manda hacer caballos? Nadie, nadie: Raúl no tiene mamá que le compre vestidos de duquecito: Raúl no tiene tíos largos que le compren sables. Bebé levanta la cabecita poco a poco: Raúl está dormido: Luisa se ha ido a su cuarto a ponerse olores. Bebé se escurre de la cama, va al tocador en la punta de los pies, levanta el sable despacio, para que no haga ruido... Y ¿qué hace, qué hace Bebé? ¡Va riéndose, va riéndose el pícaro! hasta que llega a la almohada de Raúl, y le pone el sable dorado en la almohada.

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