Mario Benedetti

Maison Lucrèce

Oiga, che—me dijo Medardo Robles, a eso de las dos de la madrugada, en el Café y Bar La Redoblona, mientras empinaba despacito su quinto o sexto espinillar—, ¿por qué no escribe un cuento sobre las putas de mi pueblo? Hasta le doy el título: Las cortesanas de San Pascual. ¿Qué le parece? Ojalá tuviera yo ese don para tentar personalmente la empresa. Mire, viejo, estoy tan seguro de que nunca lo escribiré, que le voy a regalar los datos esenciales. Tómelo como una prueba de amistad, que en estos tiempos no es poca cosa. Usted sabe que yo soy del Litoral, de un pueblo ni grande ni chico, ni representativo ni insignificante, pero sí muy especial: San Pascual, más bien conservador y bastante ilustrado. Fíjese que un profesor de liceo (porque tenemos liceo, qué se cree) consagró varios años de su fecunda vida a coleccionar nombres de escritores oriundos de San Pascual y encontró nada menos que quince poetas y nueve prosistas. Por supuesto, todos terminaron yéndose a Montevideo. Ahora bien, yo creo que un caso como el de nuestras hetairas (¿vio qué fino?) sólo pudo darse en San Pascual, ya que es un pueblo que siempre tuvo su cultura propia y nunca necesitó que los sabihondos de la capital vinieran con sus chácharas patriarcales a enseñarle atajos o recovecos artísticos. Allí la gente escucha en silencio y por lo común no hace preguntas. Claro que cuando las hace, el conferenciante empieza a tartamudear. Recuerdo aquella vez que nos visitó un poeta de corbata jaspeada y camisa rosa y disertó largamente en el Club Social sobre El Infierno del Dante y la estructura de la violencia. Había pedido un pizarrón y allí escribió, antes de empezar la conferencia: Umano, Spoglia, Rinnova, agregando que ésos eran los tres estados del alma, correspondientes al infierno, el purgatorio y el paraíso. Y luego, tras una hora de sesudas explicaciones, concluyó diciendo que el gran personaje dantesco era Francesca de Rimini, a la que definió como Primera Mujer del Mundo Moderno. Tras los discretos aplausos de rigor, se ofreció a contestar preguntas del auditorio. Y entonces el pelado Freirías dijo que él no tenía preguntas pero sí un par de observaciones: a) que en el primer estado del alma, escrito en el pizarrón, umano, faltaba la hache; b) que, en su modesta opinión, la Primera Mujer del Mundo Moderno no era esa tal Francesca sino Doña Luisa (propuesta recibida con una salva de aplausos), que había parido diecisiete veces y todos sus hijos estaban vivos y trabajaban en San Pascual, y c) que estaba dispuesto a escuchar los argumentos del disertante en defensa de la tal Francesca y luego él expresaría los suyos en apoyo de Doña Luisa. Después de aclarar que había puesto umano sin hache porque así se escribe en italiano, el pobre conferenciante trató de evadirse aclarando que la opinión sobre Francesca de Rimini en realidad pertenecía al destacado crítico y polígrafo italiano Francesco de Sanctis, pero el pelado Freirías le preguntó amablemente por qué entonces la había dado como propia. O sea que Doña Luisa ganó por abandono. Le cuento esto simplemente para que usted asimile que a la gente de San Pascual no era posible intimidarla con erudiciones varias. En todo caso, respetaba la sabiduría, pero sólo cuando ésta era expresada con modestia. Entrando ahora en nuestro tema, empiezo por señalarle que en las afueras del pueblo estaba (y sigue estando) la que entonces era la única casa de dos plantas, que, con su lindo cartel Maison Lucrèce, anunciaba la presencia de un burdel con caracteres propios. Su fundación se remontaba al año 1919, cuando Madame Lucrèce había recalado en nuestro país como una misteriosa secuencia de la Primera Guerra Mundial, imponiendo desde el vamos a sus pupilas un estilo pluralista, casi ecuménico, que fue mantenido por la Maison aun después de la muerte de su fundadora, acaecida en 1939, curiosamente dos días antes de que la Wehrmacht invadiera Polonia. O sea que aquella ilustrada embajadora de Eros (así la llamó en cierta ocasión el diputado Inclán) cubrió casi exactamente nuestro período de entreguerras. Su norma básica era: Debéis entender, señoras mías, que éste no ha de ser un lugar de perdición sino de hallazgo. Es fundamental que aquí se sientan cómodos, y hasta felices, desde el boticario hasta el juez de paz, desde el estanciero hasta el comisario, desde el rematador hasta el cura párroco. Fue Madame Lucrèce la que trajo consigo la cultura. Cada una de las muchachas tenía su bibliotequita en su aposento de trabajo, y en los espacios libres, es decir cuando todavía no habían llegado los huéspedes consuetudinarios o ya habían abandonado aquel lugar de sano esparcimiento, Madame Lucrèce celebraba con sus pupilas verdaderas mesas redondas sobre temas directa o vagamente culturales. Usted se estará preguntando cómo una mujer de esa categoría había elegido, para un menester en el que evidentemente era experta, venir a enterrarse en un oscuro villorrio de un país de sexo tan frugal como el nuestro. Le confieso que yo se lo pregunté, al final de una noche en que habíamos intercambiado criterios sobre Schopenhauer, las presuntas bases científicas del simbolismo y las influencias que pudo tener en Freud el método catártico de Brener. Y su tajante y reveladora respuesta fue que, en la esfera tan inestable de la sexualidad marginal, siempre había preferido la rústica candidez a la pericia metropolitana, y en ese sentido los suburbios de lo rural, más aún que lo rural propiamente dicho, le parecían el medio más apto para llevar a la práctica su cismática hipótesis. Y aquí quiero agregarle otro detalle: en San Pascual todos nos hemos tratado siempre de usted. Lo atribuyo a una extraña admiración por el mundo anglosajón, donde el tuteo no existe o a lo sumo lo reservan para chamuyarle a Dios. Pues bien, como una señal inequívoca de la capacidad de adaptación de Madame Lucrèce, le diré que en la Maison nadie tuteaba a nadie, y menos aún lo trataba de vos. Esa norma establecía un peculiar estilo en las relaciones humanas, tanto en las vestidas como en las en cueros. Otro detalle era que las chicas, mientras llevaban a cabo la ceremonia erótica, se dedicaban también a la lectura. Recuerdo que mi sorpresa fue mayúscula cuando, reciente acólito de aquella cofradía, me encontré con que Augusta, mi elegida inaugural, hojeaba con interés un ejemplar de las Selecciones del Reader’s Digest mientras yo trataba de demostrar mi hombría. Después supe que las demás juzgaban que Augusta no tenía una buena formación. Hasta para un burdel, el Reader’s Digest significaba poca cosa. Con el tiempo fui conociendo los gustos de las demás. Renata dejaba que uno le hiciera el amor mientras ella leía Fortunata y Jacinta; Maruja se dedicaba a Romain Rolland; Colette admiraba (chocolate por la noticia) a Colette; Brunildita, a Thomas Mann. Quizá a usted le parezca extraño, pero hoy puedo confesarle que nunca, a todo lo largo de mi agitado currículum, pude alcanzar un orgasmo tan refinado, enriquecedor y sabroso como cuando cumplí mi calistenia erótica en la Maison Lucrèce con una puta esplendorosa, de carnes tibias y labios como dagas, que se llamaba Ondine: mientras con la mano izquierda demostraba un increíble conocimiento de la piel masculina y de la hiperestesia de sus mínimos poros, con la derecha iba pasando morosamente las páginas de las Confesiones de San Agustín. ¿Qué le parece? Bueno, confío en haberle asesorado con esmero. Le di el tema, el ambiente, la singularidad de aquel quilombo de órdago, los rasgos asombrosos de su fundadora. Ahora sólo le falta hacer el cuento, pero no me va a negar que eso es lo más fácil. Sólo un detalle más. ¿Le parece mucho atrevimiento si le pido que, cuando lo escriba, se lo dedique a este humilde servidor? Para darme dique ¿sabe? con las chicas actuales. Admito que de vez en cuando todavía me alcanzan el ánimo y las hormonas para darme una pasadita por San Pascual, y por supuesto les hago la visita de rigor. Lamentablemente, ahora leen a Bukovski. Comprenderá usted que no es lo mismo. Quién va a comparar los rudimentos venéreos de Bukovski con el erotismo culposo de las Confesiones, en especial el de aquellos trozos en que el célebre obispo y doctor de la Iglesia nos transmite el cenagal de su concupiscencia y la inquietud tenebrosa del amor impuro (sic). Quién va a comparar ¿eh? Y ya termino. A modo de estrambote de este soneto costumbrista, le regalo una verdad como un puño: hay que ser un santo si se quiere alcanzar de veras la lujuria.

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