Siempre había sido animal de ciudad y disfrutaba siéndolo. Era evidente que lo estimulaban las complejidades y las vibraciones de ese laberinto, el olor a gasolina aunque llegase a ser casi nauseabundo, la liturgia zumbona de las fábricas periféricas, la aureola fétida de los basurales, el alarido metálico de ambulancias y policías, y hasta las cándidas luces del centro, vale decir todos los lugares comunes de la poesía urbana y algunos más de la vendimia tanguera. Pero también era cierto que le permitían encontrarse a sí mismo ciertas instantáneas tan aisladas e irrepetibles como aquel diariero doblado de aburrimiento y sueño sobre su perecedera mercancía, o la sonrisa de dos pibes descalzos sobre una pirámide de baldosas rotas, o la prostituta de esquina que leía a Lobsang Rampa para matizar la espera del parroquiano en cierne. Estaba convencido de que sus pulmones precisaban el humo y la contaminación tanto como los del montañés necesitan el aire transparente del mediodía.
Por las noches dormía densa, insondablemente, pero sólo si la vigilia lo despedía con un contrapunto de alborotos cercanos y bocinas lejanas. En cambio, siempre que pernoctaba en algún pueblito insignificante y aislado, el silencio compacto, casi ensordecedor, le provocaba insomnio y entonces no tenía más remedio que dejar la cama o el catre para llevar su desvelo a la intemperie y vigilar sin la menor simpatía aquel cielo hosco y centelleante que para él constituía el colmo del ostracismo. Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y miserias, con sus enigmas y sorpresas. Hasta demostración en contrario, siempre apostaba a la bondad y sus lealtades anexas. Y ni siquiera lo había desalentado, a lo largo de cuarenta y cinco febreros, su granada colección de desencantos y traiciones. Era un filatelista de gestos imborrables, de fidelidades mínimas, de invisibles solidaridades. Así se había movido en los lances políticos, sin la menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y en definitiva más útil en el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica. Por lo general el mensaje obvio (con el cual normalmente concordaba) le revelaba menos arcanos que un paréntesis improvisado, o que el curtido ceño del pobre insigne orador, o que el impulso disneico de la brillante parrafada que iba a transformar la modorra en ovación.
Después de todo, el obligado exilio había sido para él una maldición y simultáneamente un descubrimiento. Sólo tres meses después de la azarosa escapada, tuvo tiempo y ocasión de comprender, ya en tierra ajena, que sus presuntos delitos no habían sido políticos sino estrictamente humanos. Había ayudado, es cierto, sin pensar demasiado en qué pero sabiendo a quién. Es claro que compartía muchas de las quejas enarboladas por los muchachos, pero en su solidaridad nada profesional ése no había sido nunca el factor decisivo. Siempre tenía más peso su conocimiento personal del acosado de turno, el saber por ejemplo que había sido uno de sus cientos de alumnos, a veces ni siquiera brillante. Más importante que su ficha ideológica era haberlo visto con frecuencia en el barrio, moviendo sin usura la globa en el campito y festejando los goles como si el mundo estuviera realmente vacunado contra el holocausto. Aquí y allá daba una mano, pero no como una obligación cívica o un deber militante, sino apenas como un gesto espontáneo, inevitable. Es claro que de tanto dar una y otra mano, faltó poco para que se las esposaran.
Sí, por varias y matizadas razones, el exilio había sido un descubrimiento. En primer término, le había servido para detectar en sí mismo zonas hasta entonces inexploradas. Verse y juzgarse aislado, sin su contexto natural, rodeado ahora por barreras de extranjería, borrón sin cuenta nueva, entregado a una suerte, que todavía no era buena ni mala, como a un temporal omitido en el parte meteorológico. Todo le había servido para advertir qué pesado puede ser el azar, qué inclemente.
En segundo término había descubierto qué echaba de menos y qué no, y eso fue asimismo un balance inesperado, ya que pudo comprender, relativamente asombrado, que algunos grandísimos valores le importaban un corno, y en cambio le producían una ansiedad muy sutil la ausencia de un murallón de piedra y mugre, del letrero despacio escuela que lo frenaba todas las mañanas cuando iba al centro en el destartalado citroën, o la recurrente secuencia del veterano melenudo a quien solía ver desde su ventana retozando con su gran danés por la playa desierta en pleno invierno. Por supuesto que añoraba todo eso con los ojos resecos porque los animales de ciudad no lloran.
Y en tercer término había descubierto también que el nuevo alrededor, con sus rostros tajantes como acantilados y sus tradiciones frondosas e insobornables, le reservaba sin embargo, detrás de su tupido orgullo, una vulnerable zona de ternuras pueriles, de ayudas a buscar, de obstinaciones generosas. Y hasta había llegado a entender que la soledad entre iguales, la soledad libremente elegida para un instante o un semestre, podía ser un aceptable venero, una fuente de buenas nuevas, en tanto que la soledad de la diáspora, la soledad proscripta, solía ser una mala noticia. Todo en ella era extraño, desde las paredes pulcras hasta el cielo avarísimo, desde los simples buenos días hasta el relumbre del consumismo, desde los fastos de la miseria hasta los bustos de la televisión.
Las habitaciones de albergue, las camas por una noche, los desayunos en la barra, las caminatas nocturnas, las sumas y restas en la agendita para ver cuánto le quedaba, los teléfonos («no dejes de llamarme cuando llegues») que clamaban destemplados en ámbitos indigentes o suntuosos, eran simples volutas de esa soledad, meros adornos, nunca soluciones. Por eso, cuando por fin aparecía alguien que abría una puerta e invitaba a la confianza, cuando llegaba un rostro que reconocía en el acosado los síntomas de un acoso mayor, casi ecuménico, entonces las sobrias desesperaciones se iban desprendiendo como las capas de una cebolla.
Es verdad que ninguno de estos descubrimientos, ni siquiera la suma de los mismos, le había llevado a la abolición de sus nostalgias. Náufrago momentáneamente a salvo, siguió empero haciendo señales para el regreso. Y fue una de esas señales la que finalmente convocó la contraseña esperada, el pretexto clave. Siempre había tenido pereza de abarcar la gastada patria como una tierra prometida. El escudo, la bandera y el himno, bautismos anacrónicos, desafíos de otra época, qué podían significar, al fin de cuentas, si eran indiscriminadamente usados tanto por los muchachos que se pudrían de rencor en los calabozos como por los canallas que los verdugueaban. Sin embargo, la patria se le fue armando como un rompecabezas, hallando aquí un rostro que se correspondía con una esquina, allá una cometa que buscaba su nube. La patria se le fue componiendo sin bandera, sin himno, sin escudo. Más bien como se reconstruye un árbol genealógico, una partida de ajedrez o un palimpsesto. Y así la saudade se le convirtió en olfato, en tacto, en gusto, antes que en oído o en visión. Tuvo necesidad de oler el viejo salitre, de apoyar las palmas en el roble de su mesa, de hundir los dientes en un durazno a punto. De modo que cuando la posibilidad, aunque riesgosa, se le puso a tiro, enseguida supo que la iba a aprovechar.
La operación no era tan complicada. Sólo atravesar el océano, instalarse brevemente en el país contiguo y conectar allí con gente amiga que lo arrimase a una zona peculiar de la frontera. Las instrucciones eran atravesarla a pie, con sólo una mochila. Del otro lado no habría contactos ni gente esperándolo. Simplemente caminar. Eso sí: con una brújula, un mapa de la región, y en todo caso una ambigua apariencia de hippie o globetrotter. Y eso lo había hecho. El jeep de los compinches lo había dejado a dos kilómetros de la imaginaria línea fronteriza. No encontró a nadie en el trayecto. Anduvo varias horas a campo traviesa, recibiendo el sol en la frente habituada a la clausura. Una vez que pasó la frontera, las novedades fueron una liebre asombrada, una víbora que se alejó prudente, dos alacranes vagabundos. Y aquí y allá una brisa intermitente que doblaba los pastos, las espigas.
Sabía que tendría que caminar muchas horas y muchas más al día siguiente, de modo que cuando el sol amenazó con hundirse en el horizonte, también él decidió internarse en la discreta espesura. Cuando halló un árbol que le pareció amistoso, resolvió pasar la noche bajo su inerme protección. Ni siquiera se preguntó qué árbol sería, ya que él era, después de todo, animal de ciudad y disfrutaba siéndolo. Pero hacía frío. Aprendió dócilmente que en el campo hacía frío. La mochila se transformó rápidamente en saco de viaje. Se introdujo por primera vez en aquella suerte de mínimo hogar, disfrutó del calorcito que le empezó a subir desde las piernas, y esta vez, a pesar del silencio cercano y la calma lejana, durmió profundamente, sin preocuparse de bichos ni de heladas.
Soñó pues con fruición y en colores particularmente nítidos. Que se acercaba por fin a su antigua casa de la ciudad, pero lo precedía una ambulancia y él se quedaba en la acera de enfrente, a la expectativa. Que de la casa extraían un cuerpo en una camilla, alguien tapado con una frazada oscura, pero era obvio que se trataba de él mismo. Sólo cuando la ambulancia partía, él se decidía a cruzar la calle, metía su vieja llave en la cerradura de siempre, la puerta se abría sin rechinamientos, y él inopinadamente despertaba.
Despertaba a la mañana fresca y radiante, a la realidad de pájaros e insectos, y también de unas ramas altas que se balanceaban nítidas ofreciéndole trozos disponibles de cielo. Despertaba a una jornada en que se sentía particularmente vivo. Nunca se había interesado por los sueños, propios o ajenos, y sin embargo en ese instante resolvió que aquel bulto inerme llevado por la soñada ambulancia era la parte acabada de su vida, era su antiguo ser timorato y doliente. Miró a su alrededor con una curiosidad tan premiosa que casi le dio vértigo, y respiró a todo pulmón, como si tomara fuerzas para empezar a contar desde cero. Por cierto le extrañó que no cantara un gallo, pero éste iba a ser tan sólo el primer esquema a descartar. Le asombró asimismo que esa vida silvestre, que él había diseñado tantas veces en términos hostiles y abstractos, fuera allí tan concreta y sin embargo tan acogedora. Bostezó reverente, sin hacer ruido, y de a poco fue sacando las piernas del saco de dormir. De pronto advirtió que a su izquierda la vegetación se ahuecaba como un lecho. Entonces, libre y sin testigos, salvo la mirada de un pájaro negro allá en la rama alta, se arrojó sobre esa patria verde, metiendo la cabeza en el colchón de hojas. Cuando por fin el animal de ciudad, ese obstinado, levantó la frente, vio que las hojas más cercanas estaban húmedas. Debe ser el rocío, pensó todavía en borrador, todavía en esquema. Para comprobarlo decidió pasar la lengua por las cuatro gotas. Cuatro gotas saladas. No era rocío.