Marianne.

Trastorno por duelo complejo persistente

Bien. Sí. Sí puedo borrar los restos. Casi lo logro antes de sentarme a escribir. Anticipamos las despedidas dos semanas antes, cuando nos decíamos entre silencios que, otra vez, no funcionará. No es por vos, no es por mí, es por nosotros (que es incluso peor). No encontrar a quién sentar en el juzgado duele más que cuando te aprieta la punta del zapato. Prescindimos de un ayer del cuál quisimos zozobrar y no logramos llegar a un acuerdo en la cornisa del colchón, y ahora el silencio es otro ruido, otro ruido que habla con el idioma de la verdad; la que escuece y no nos deja marchitar lo que fuimos en paz. Puede que sea sólo mi culpa el regar de más. Ahora el silencio es otro muy distinto al que dejabas cuando partías a competir con el aire, a ver quién se movía y se escabullía con mucha más rapidez y astucia. Casi puedo verte con las gotas de lluvia cayendo de tu mentón, simulando lágrimas escondidas en recelo y suspiros de insatisfacción que no permitiste hacer de su parte en este cuadrado y diminuto salón. Casi puedo verte tumbado, articulando, escupiendo la verborrea plausible ante mis ojos y oído, buscando cómo vencer al conjunto de segundos que nos condujeron a pensar que lo que nos hace felices no nos hace bien. Casi puedo verte vislumbrar un adiós en la oficina, un adiós ya envejecido y machucado por los meses, los días, las horas. Casi puedo verte camino a casa desatando los puentes que establecían la continuidad de nuestros brazos estirados por encima de la almohada. Casi puedo verte subiéndole el volúmen a una canción para evitar pensar en que nos hemos dado por vencidos ya. Así no acaban las historias de superhéroes. ¿Recuerdas cuando, subidos al capó de tu auto, creímos que lo podíamos todo? Besaste mi frente y deshicimos las posibilidades de labrar nuevas distancias. Toqué tu dolor hasta definirlo, en trazos neón y con relieves. Aún no sé a qué le debo duelo exactamente. Desde que te marchaste no solo murieron los geranios, también morí yo, tu lado de la cama, el cuadro de Basquiat y el collar de tu gato. Suelo preguntarme, inevitablemente, si cada vez que nos dejas, tu dolor, el que definí con mis yemas, se queda conmigo para que lo tome por los dos. Pero sí. Sí puedo borrar los restos. Casi lo logro antes de recordarlo.




Arriba