Luis García Montero

Espejo, dime

Déjame que responda, lector, a tus preguntas,
mirándote a los ojos, con amistad fingida,
porque esto es la poesía: dos soledades juntas
 
y una experiencia noble de contarnos la vida.
Año cincuenta y ocho. Vine al mundo en Granada.
Mi carácter se hizo bajo una luz hendida
 
de calle estrecha, plaza, iglesia y campanada.
Pero ya la posguerra y el sueño provinciano
sufrían en los barrios la primera cornada
 
y crecí en la partida del constructor urbano,
barajadores, juego, apuestas y descarte,
ediles consentidos, juramentos en vano.
 
Esta ciudad ambigua me ha educado en el arte
de pasar mucho tiempo bajo la misma luna,
tal vez porque se vive de vuelta en cualquier parte,
 
tal vez porque no estuve jamás en parte alguna.
Un siglo, como todos, de víctimas y jueces
me ha tocado vivir. Mas tengo la fortuna
 
de ser como el otoño y he pagado con creces
el derecho a dudar de una flor en su rama.
También yo me he quedado desnudo muchas veces.
 
Otoño fugitivo, otoño que reclama
la tarea secreta de preparar la vida
y conmueve en penumbra la silenciosa trama
 
del futuro que busca una luz construida.
Hoy miro con prudencia las vueltas del camino,
ya me preocupa menos la tierra prometida.
 
No dudaré del mundo. Sólo me lo imagino
como una superficie de tintas. El dilema
es saber si los hombres controlan su destino,
 
igual que se controlan los versos de un poema.
Debería la historia corregir el diseño,
revisar galeradas, interpretar el lema
 
de los significados finales de su sueño.
Un sol menos herido, una ciudad más cuerda,
soledad en su justa medida y el empeño
 
de seguir trabajando para que no se pierda
lo que tienen de savia, redacción y presente
el adjetivo rojo y la palabra izquierda.
 
Volviendo a la poesía, os diré solamente
que procuro en mis versos sentir la melodía
de un bolero llamado final del siglo XX.
 
Me cansan los orfebres con su cristalería
y el irracionalismo que descansa en la hueca
vanidad de lo raro. Una sabiduría
 
más seca es la poesía. Busco el verso que peca
de impertinente y llama al corazón cerrado.
Es poco original, pero mi biblioteca
 
fue de Espronceda, Bécquer, don Antonio Machado,
Alberti y Luis Cernuda. He bebido en el agua
de Jaime Gil de Biedma y estuve fascinado
 
por Lorca, con su mundo del cuchillo y la enagua,
cuando el misterio hacía de íntimo enemigo
y la luna bajaba a mirarme en la fragua.
 
Y, claro está, poetas que vivieron conmigo
esos momentos en que la noche nos devora.
El hielo deshaciéndose, el alma de un amigo,
 
El reloj olvidado de marcarnos la hora.
Rafael, Ángel, Pepe, Álvaro, Paco, Jon,
Antonio, Luis Antonio, Justo, Javier, Aurora,
 
Abelardo y Felipe, Jesús, José Ramón,
Carlos y José Carlos, Jaime y José Agustín,
Fernando, Claudio, Fanny, Manolo, Sarrión,
 
Álex, Ramiro, Pere, Dionisio y Benjamín,
a vosotros que fuisteis conmigo partidarios
de la felicidad, en las noches sin fin,
 
con estos breves versos para mí necesarios
os quiero agradecer la compañía, el ciego
deseo de vivir y todos los salarios
 
de libertad que junto gastamos. Desde luego
mis amigos poetas suelen ser gente honrada,
una moral que pone las manos en el fuego.
 
Y por lo que concierne a mi vida privada,
alguna vez quisiera que la temperatura
estuviese, verano por invierno, templada
 
para que el corazón descanse su espesura.
Imagino las horas de otoñal paseante
y un paisaje sacado de la literatura.
 
El castaño rojizo bajo el azul tirante
del cielo. Ya se ve nieve en la sierra. Estoy
junto a un río de aguas sin prisa. Por delante
 
corre Irene, camina Maricarmen. Yo voy
distraído en los versos finales de un poema
que pudiera ser éste. Dudo, valoro, doy
 
sentido a las palabras. Con lentitud extrema
dejo que el verso vaya tejiendo sus preguntas,
procuro que los ritmos se acomoden al tema
 
y pienso en ti, lector, con amistad fingida,
porque esto es la poesía: dos soledades juntas
y una verdad que ordena tu vida con mi vida.

Rimado de ciudad (1983)

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