La plaza sola (gris el aire,
negros los árboles, la tierra
manchada por la nieve),
parecía, no realidad, mas copia
triste sin realidad. Entonces,
ante el umbral, dijiste:
viviendo aquí serías
fantasma de ti mismo.
Inhóspita en su adorno
parsimonioso, porcelanas, bronces,
muebles chinos, la casa
oscura toda era,
pálidas sus ventanas sobre el río,
y el color se escondía
en un retablo español, en un lienzo
francés, su brío amedrentado.
Entre aquellos despojos,
proyecto, el dueño estaba
sentado junto a su retrato
por artista a la moda en años idos,
imagen fatua y fácil
del dilettante, divertido entonces
comprando lo que una fe creara
en otro tiempo y otra tierra.
Allí con sus iguales,
damas imperativas bajo sus afeites,
caballeros seguros de sí mismos,
rito social cumplía,
y entre el diálogo moroso,
tú oyendo alguien me dijo: “Me ofrecieron
la primera edición de un poeta raro,
y la he comprado”, tu emoción callaste.
Así, pensabas, el poeta
vive para esto, para esto
noches y días amargos, sin ayuda
de nadie, en la contienda
adonde, como el fénix, muere y nace,
para que años después, siglos
después, obtenga al fin el displicente
favor de un grande en este mundo.
Su vida ya puede excusarse,
porque ha muerto del todo;
su trabajo ahora cuenta,
domesticado para el mundo de ellos,
como otro objeto vano,
otro ornamento inútil;
y tú cobarde, mudo
te despediste ahí, como el que asiente,
más allá de la muerte, a la injusticia.
Mejor la destrucción, el fuego.