Ensaya el marinero en su canoa
un aire de nativa cantinela,
y el Sol se expande encima de la estela
que hierve y fulge al avanzar la proa.
Debajo de una ceiba está una boa,
dijérase que atisba con cautela,
mientras la garza por el éter vuela
copiándose en el ponto de Balboa.
El Dios de lumbre al derramar sus oros
del piélago de añil sobre la espalda,
de la selva abrillanta los colores.
Bajo el fuego que al trópico rescalda,
emigran, hacia el Norte, treinta loros
fingiendo treinta dardos de esmeralda.