—Vos —me dice Calac que anda rondando como siempre cuando huele a cinta de máquina
—se diría que te pasaste la vida en Nairobi.
—Pensar que le pagaban un sueldo increíble como revisor de la Unesco
—dice Polanco que ya se apoderó de mis cigarrillos—,
y que el tipo no hizo más que rascar la lira durante dos meses.
Tienen razón, pero el azar también: entre todos estos papeles sueltos,
los poemas de Nairobi buscan entrar primero y no veo por qué negarme.
En el de arriba me gusta cómo rehusé hundirme en la nostalgia de la tierra lejana;
el recuerdo de mi tintero ayudó irónicamente, porque la verdad es que nunca comprendí
que hacía la imagen en bronce de Cómodo en un instrumento de trabajo nada afín a sus gustos.
Ahora que lo pienso, cuando tenía veinte años la evocación de un emperador romano me hubiera
exigido un soneto—medallón o una elegía—estela: poesía de lujo como se practicaba en la Argentina
de ese tiempo. Hoy (podría dar los nombres de quienes opinan que es una regresión lamentable),
el ronroneo de un tango en la memoria me trae más imágenes que toda la historia de Gibbons.