José Emilio Pacheco
La manada de perros sigue a la perra
por las calles inhabitables de México.
Perros muy sucios,
cojitrancos y tuertos, malheridos
y cubiertos de llagas supurantes.
Condenados a muerte
y por lo pronto al hambre y la errancia.
Algunos cargan
signos de antigua pertenencia a sus amos
que los perdieron o los expulsaron.
Ya pocos pueden
darse el lujo de un perro.
Y mientras alguien se decide a matarlos
siguen los perros a la perra.
La huelen todos, se consultan, se excitan
con su aroma de perra.
Le dan menudos y lascivos mordiscos.
La montan
uno por uno en ordenada sucesión.
No hay orgía
sino una ceremonia sagrada, inclusive
en estas condiciones más que hostiles:
los que se ríen,
los que apedrean a los fornicantes,
celosos
del placer que electriza las vulneradas pelambres
y de la llama seminal encendida
en la orgásmica entraña de la perra.
 
La perra-diosa,
la hembra eterna que lleva
en su ajetreado lomo las galaxias, el peso
del universo que se expande sin tregua.
 
Por un segundo ella es el centro de todo.
Es la materia que no cesa. Es el templo
de este placer sin posesión ni mañana
que durará mientras subsista este punto,
esta molécula de esplendor y miseria,
átomo errante que llamamos la tierra.
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