Tengo siete años. En la granja observo
por una ventana a un hombre que se persigna
y procede matar a un cerdo.
No quiero ver el espectáculo.
Casi humanos, escucho
alaridos premonitorios.
(Casi humano es, dicen los zoólogos,
el interior del cerdo inteligente,
aun más que perros y caballos.)
Criaturas de Dios, los llama mi abuela.
Hermano cerdo, hubiera dicho san Francisco.
Y ahora es el tajo y el gotear de la sangre.
Y soy un niño pero ya me pregunto:
¿Dios creó a los cerdos para ser devorados?
¿A quién responde: a la plegaria del cerdo
o al que se persignó para degollarlo?
Si Dios existe ¿por qué sufre este cerdo?
Bulle la carne en el aceite.
Dentro de poco, tragaré como un cerdo.
Pero no voy a persignarme en la mesa.