Yo vivo a los pies de la dama cortés, atisbando su benigna sonrisa de numen.
El cierzo invade la sala friolenta y cautiva en su torbellino las quimeras y los fantasmas del hastío. Repite el monólogo del pino desventurado y humedece ¡oh lágrimas invisibles! la faz de los espejos y de las consolas de un dorado triste.
Yo diviso a través de la ventana el desmán de un oso y el sobresalto de unas aves lentas, de sueño precoz. La tarde engalana el bosque de luces taciturnas.
El discurso de la mujer insinuante no consigue mitigar la pesadumbre del exilio. Yo padezco el sortilegio de su voluntad repentina y declaro en frases indirectas el pensamiento del retorno al mediodía jovial. Mis palabras vuelan ateridas, enfermas de la congoja del cielo.
La dama cortés adivina en lontananza un mensaje benévolo. Recibe de manos de un jinete menudo y suspicaz el secreto de la belleza inmortal, el iris de los polos, una flor ignorada.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte