Calavera, Calavera,
tú la sabia, tú la culta;
de las artes, sementera;
del “Yo acuso”, catapulta;
hoy te invito a festejar
los cuatrocientos cincuenta
años de la UNAM, y dar
testimonio de esta cuenta.
Se abrió en el año de mil
quinientos cincuenta y uno.
(Vaya fecha tan sutil,
no cuadra cálculo alguno).
Imagínate Calaca,
imagina, que bien lo haces:
La llamada con matraca
cuando empezaban las clases.
Muchos llegaban a pie,
solo algunos en carreta,
muy pocos, por lo que sé,
con su libro y su libreta.
Era el faro del saber.
No me extrañaría, pilluela,
si me confiesas haber
estado inscrita a esa escuela.
Ya te imagino Catrina:
la falda hasta los huesitos,
con maquillaje, divina,
y alejada de los gritos.
Pues bien, resulta que al paso
de peligros y de alertas,
La presidencia dio albazo
y mandó cerrar sus puertas.
Tres veces la clausuraron
y otras tantas la reabrieron
–¿Y el culpable?– Preguntaron,
—Los gobiernos, ellos fueron.
No eran tomas a la fuerza
de los alumnos airados:
Dio el mismo Presi reversa
a la ciencia, con soldados.
A la larga no parece
que en esos 37 años
en que ella desaparece
acusara muchos daños.
Poco a poco se añadieron
Escuelas y Facultades,
e Institutos acudieron
para unir las voluntades.
Y fue creciendo la escuela
en prestigio y calidad:
Pronto será, va que vuela,
La Gran Universidad.
Y dicho y hecho, huesuda,
pa’ que se les quite el hipo
nuestra UNAM es hoy, sin duda
La más brillante en su tipo.
Y aquí se cierra un capítulo
de orgullos y desazones.
(No olvides sacar tu título
si estudiaste en sus salones).