Jamás cesó ni ha de cesar la lluvia
que es fuego material para martirio
del alma y de la carne rediviva.
Los pies del condenado nunca cesan
de avanzar por su circulo arenoso
con movimiento que ha de ser eterno,
eterno en sucesiones temporales
de persistencia siempre tan monótona
como si fuese un tedio aún terrestre.
Los condenados, mientras, descomponen
su eternidad en ademanes, gritos.
Tal pormenor alivia el inflexible
retorno: seca noria que no mueve
ya nada, nada, nada, nada, nada.
¿Lograrán conocerse aquellos hombres,
diferenciarse con fisonomías?
¿Sabrán que aquel antiguo, tan ilustre,
es Brunetto Latini? Cae la lluvia,
quema, se queman cuerpos y memorias,
que resisten, persisten.
Un reciente
fogueado –reciente en aquel tiempo
sin fechas, sin mudanzas, sin historia–
trae su novedad al territorio
del ardor. Le pregunta el compañero
que con él va avanzando. Sin pararse
responde, se descarga. –Me es difícil
hablar así. Me figuré en la Tierra
que la vida era sólo mero objeto
de mi desdén, muy superior al mundo.
Yo me creía preferible a todo,
a todos, menos... Tú ya me comprendes.
Somos iguales en instinto y gusto
los acampados, ay, sobre esta arena.
¿Dónde están Coridón, Alexis, tantos
perfiles juveniles de hermosura?
Pequé. Pecamos. Yo no me arrepiento.
(Y la lluvia arreciaba, sofocaba,
y dolían quemándose los brazos,
el rostro. Continuó.) Tal vez ahora
principio a ver con claridad mis límites,
y no de mi conducta, placentera,
sí de mis opiniones, falsas.
—¿Falsas?
(El otro interrumpió, casi irritado.)
—¿Qué supimos nosotros de la vida,
de su impulso esencial, de su profunda
fluencia? Ignoramos el gran acto
creador, que a sí mismo se trasciende.
Nada supimos de la criatura:
como la realidad más invasora
se impone a los viriles más viriles.
Creímos que esos vínculos de sangre
no eran sino ridículas y débiles
flaquezas de burgués. También el toro,
no has olvidado su esplendor, se afirma:
móvil paterno. -¿Todos (dijo el otro)
habíamos de ser fecundos? Para
ciertos hombres es senda inconcebible.
—No entendimos el río bajo el sol,
y quedamos al margen, en la sombra
más exquisita, como estetas –dicen–
adictos a la imagen más que al bulto
real, por eso descalificado.
—¿Fuiste sin duda artista?
—Melancólico,
perdido en los paseos laterales
de mi jardín, y siempre disconforme
con orgullo que ahora se revela,
a esta distancia, vano. Siempre somos,
y con todo candor, adolescentes,
Onán multiplicado por Narciso.!Si se pudiese ahondar esa tercera
dimensión del espejo: yo más yo!
El otro, juvenil, es uno mismo.
—¿Y te quejas? –De nada me arrepiento.
El placer y el dolor nos conducían
a la muerte. –Nos deleitó ese curso
de efusiones: una cruel delicia
con alusión a sangre derramada.
—San Sebastián, el bello adolescente
bajo flechas. –Por eso (dijo el otro)
se goza aquí también entre las llamas.
Los compañeros sufren: espectáculo
para auditorio cómplice en tortura.
—No miro a los demás. Es una pena
que no concluye nunca. No la entiendo.
—Ni tú ni nadie. Nuestra eternidad
de aflicción es congoja de la mente,
ay, quizá la mayor sobre esta arena.
Y callaron los dos. Los condenados
seguían presurosos y sin fines
bajo flechas: las flechas de una lluvia
que jamás cesaría. ¿Fuego absurdo?
Iban los pecadores avanzando
con desesperación ante el enigma.
—¿Y para qué, para qué, para qué?