Por esa fina herida silenciosa
que siquiera da paso a la agonía,
¡ay! entra, muerte, en mí, como la guía
de la hiedra que el sol prende en la losa.
Abre —¡aunque sea así!—la última rosa
en que tu fuerza adulta se extasía,
ansia de ya no ser, llama tan fría
que a su lado la luz parece umbrosa.
Rompe la plenitud, la simetría,
el basalto en que acaba toda cosa
que dura más de lo que tarda el día;
y, arrancándome al tedio que me acosa,
envuélveme en tu vértigo, alegría,
¡afirmación total, muerte dichosa!