Jaime Gil de Biedma

De aquí a la eternidad

Ya soy dichoso, ya soy feliz
porque triunfante llegué a Madrid,
llegué a Madrid.
La viejecita, Coro

Lo primero, sin duda, es este ensanchamiento
de la respiración, casi angustioso.
y la especial sonoridad del aire,
como una gran campana en el vacío,
acercándome olores
de jara de la sierra,
más perfumados por la lejanía,
y de tantos veranos juntos
de mi niñez.
 
                   Luego está la glorieta
preliminar, con su pequeño intento de jardín,
mundo abreviado, renovado y puro
sin demasiada convicción, y al fondo
la previsible estatua y el pórtico de acceso
a la magnífica avenida,
a la famosa capital.
 
Y la vida, que adquiere
carácter panorámico,
inmensidad de instante también casi angustioso
—como de amanecer en campamento
o portal de belén–, la vida va espaciándose
otra vez bajo el cielo enrarecido
mientras que aceleramos.
 
Porque hay siempre algo más, algo espectral
como invisiblemente sustraído,
y sin embargo verdadero.
Yo pienso en zonas lívidas, en calles
o en caminos perdidos hacia pueblos
a lo lejos, igual que en un belén,
y vuelvo a ver esquinas de ladrillo injuriado
y pasos a nivel solitarios, y miradas
asomándose a vernos, figuras diminutas
que se quedan atrás para siempre, en la memoria
como peones camineros.
 
Y esto es todo, quizás. Alrededor
se ciernen las fachadas, y hay gentes en la acera
frente al primer semáforo.
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