Jaime Gil de Biedma

Albada

Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.
Por los montantes de la galería
             llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
             y liga de mujer.
 
Despiértate pensando vagamente
que el portero de noche os ha llamado.
Y escucha en el silencio: sucediéndose
hacia lo lejos, se oyen enronquecer
los tranvías que llevan al trabajo.
              Es el amanecer.
 
Irán amontonándose las flores
cortadas, en los puestos de las Ramblas,
y silbarán los pájaros –cabrones–
desde los plátanos, mientras que ven volver
la negra humanidad que va a la cama
              después de amanecer.
 
Acuérdate del cuarto en que has dormido.
Entierra la cabeza en las almohadas,
sintiendo aún la irritación y el frío
              que da el amanecer
junto al cuerpo que tanto nos gustaba
              en la noche de ayer,
 
y piensa en que debieses levantarte.
Piensa en la casa todavía oscura
donde entrarás para cambiar de traje,
y en la oficina, con sueño que vencer,
y en muchas otras cosas que se anuncian
               desde el amanecer.
 
Aunque a tu lado escuches el susurro
de otra respiración. Aunque tú busques
el poco de calor entre sus muslos
medio dormido, que empieza a estremecer.
Aunque el amor no deje de ser dulce
                hecho al amanecer.
 
—Junto al cuerpo que anoche me gustaba
tanto desnudo, déjame que encienda
la luz para besarte cara a cara,
                en el amanecer.
Porque conozco el día que me espera,
                y no por el placer.
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