Héctor Flores

El que espera

Si una casa es la soledad deben de existir ventanas y puertas...

En esta soledad, sintiéndola acogedora y hogareña, vienen mil visitas y se van mil libros; mil libros y quizás dos mil libros se van de la biblioteca de esta casa que es la soledad.
La soledad de esta casa donde una sola persona duerme y vive, sueña y desayuna, lee y escucha a los vecinos discutir sobre quién sabe qué problema de barrio, es reflexiva y ambiciosa.
En este hogar solitario—la soledad, recuerden, es una casa—he colgado cuadros que me han significado un gran esfuerzo pintar y escribir. Y algunas visitas se han ido  con una visión diferente de lo que es mi soledad gracias a ellos. La soledad en la que habito es belleza y personal.
En frente de mi soledad hay un jardín ( leve jardín que no acaba, pero al que mis cercos delimitan) y me acuesto bajo el sol a estar solo, y algo más que solo: en silencios naturales.
La naturaleza es el silencio y deben de existir en el silencio pequeñas interrupciones, cantos de ave, zumbidos de abejas; viento para el susurro de árboles.
Luego la medianera, que es una pared con vidrios afilados (construida comúnmente), irrumpirá en el silencio magistral que es esta naturaleza: es fácil para las palabras cruzar al otro lado sin cortarse; pero no para esta soledad que se aprisiona.

En esta soledad en la que siempre he vivido el tiempo ha hecho estragos y algo más que el tiempo: la lluvia, el sol, el viento, los golpes varios; el temblor de la tierra, el movimiento que no para; las raíces y las pequeñas cuevas han arruinado los cimientos. Para mí es desconocido el origen del daño, pero sé muy bien que toda soledad no debe ser eterna.

Aún así, yo, pequeño anfitrión de estás paredes y de este silencio que es la naturaleza, tengo miedo por el mundo y las soledades del mundo. Pero mi alivio es saber que estoy solamente a cargo de esta soledad, de una sola,  y de su presunta vida. Las casas tienen vida, chimenea o luz solar; eso es lo que sospecho.

Tantas casas de las que nadie es dueño y tantas colinas y tantas montañas, y profundos desniveles de este silencio indiferente donde el olvido también habita y deambula, arruinando; y aun más profundos huecos—cimas de montaña, invertidas—donde el olvido pierde fecha, nombre, pista... Temo por las ruinas de las ruinas, el polvo que nadie nunca toca. Que el aire nunca toca. Y si esta casa es la soledad sé que mañana será terriblemente pública. La visitarán en mi ausencia, pensarán que aún estoy en ella, tal vez durmiendo o en la terraza, y otros la mirarán y dirán que le falta pintura, que a su madera laca, que a sus ventanas los vidrios... La mirarán ya sin sus cercos, con su jardín marrón, oscuro, muerto.
Pálido, pálido.
Y pronto los pies, el más allá de cualquier historia, la rebajarán a desierto...

Pero me calmo y hago retroceder mis pensamientos. Mis preocupaciones son actuales. En esta casa que es la soledad aún nada ha ocurrido. La materia no ha sido olvidada. Así como tampoco en esta naturaleza silenciosa, en este silencio natural,  ningún ruido ha interrumpido a la esperanza que habita con tranquilidad los recónditos ángulos de sus paredes...
La belleza personal aún puede continuar. Plasmarse en la blancura y en la oscuridad.

La esperanza soy yo. Y si yo soy la esperanza debo de esperar visitas, y aun más que visitas.
Compañias en mi soledad.

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