Allí te marchas, allí te salvas, allí olvidas.
Dejas de esperar lo inesperado.
Y aunque el miedo coexiste con tu mirada, tú tratas de desprenderlo.
Descansas. Miras la luna sin el temor de que se te venga encima.
Abrazas el silencio que te acompaña es ese punto exacto en el que suspiras.
Te sacudes esas masas turbias de ansiedad y desesperanza.
Te das cuentas de que sin saberlo algo te faltaba.
Te sorprende incluso no estar sorprendido con nada, sino que allí eres tú quien amenaza con desaparecer el temor que se suele tener al estar vivo. Y no eres más que un indefenso objeto de tranquilidad inamovible, de fuerza indudable, sin embargo.
Estás allí, una vez más sobreviviendo a ti mismo.
Y no es que sea definitivo ese instante precario de placidez. Más bien se repite día a día sin que te fijes si te pertenece a ti o a alguien más.