Viví sesenta años a la orilla de un río
que solo era visible para los nacidos allí.
Las gentes que pasaban hacia la feria del oeste
nos miraban con asombro, porque no comprendían
de dónde sacábamos la humedad de las ropas
y aquellos peces de color de naranja,
que de continuo extraíamos del agua invisible para ellos.
Un día alguien se hundió en el río, y no reapareció.
Los transeúntes, interrumpiendo su viaje hacia la feria,
preguntaban por dónde se había ido, cuándo volvería,
qué misterio era aquel de los peces de color de fuego amarillo.
Los nacidos allí guardábamos silencio. Sonreíamos tenuemente,
pero ni una palabra se nos escapaba, ni un signo dábamos en prenda.
Porque el silencio es el lenguaje de nuestra tribu,
y no queríamos perder el río invisible, a cuya orilla
éramos dueños del mundo y maestros del misterio.