Gabriela Mistral

Poemas del éxtasis

I.- ESTOY LLORANDO

Me has dicho que me amas, y estoy llorando. Me has dicho que pasarás conmigo entre tus brazos por los valles del mundo.

Me has apuñaleado con la dicha no esperada. Pudiste dármela gota a gota, como el agua al enfermo, ¡y me pusiste a beber en el torrente!

Caída en tierra, estaré llorando hasta que el alma comprenda. Han escuchado mis sentidos, mi rostro, mi corazón; mi alma no acaba de comprender.

Muerta la tarde divina, volveré vacilando hacia mi casa, apoyándome en los troncos del camino... Es la senda que hice esta mañana, y no la voy a reconocer. Miraré con asombro el cielo, el valle, los techos de la aldea, y les preguntaré su nombre, porque he olvidado toda la vida.

Mañana me sentaré en el lecho y pediré que me llamen, para oír mi nombre y creer. Y volveré a estallar en llanto. ¡Me has apuñaleado con la dicha!

II.- DIOS

Háblame ahora de Dios, y te he de comprender.

Dios es este reposo de tu larga mirada en mi mirada, este comprenderse sin el ruido intruso de las palabras. Dios es esta entrega ardiente y pura y esta confianza inefable.

Está, como nosotros, amando al alba, al mediodía y a la noche, y le parece, como a los dos, que comienza a amar...

No necesita otra canción que su amor mismo, y la canta desde el suspiro al sollozo. Y vuelve otra vez al suspiro...

Es esta perfección de la rosa madura, antes de que caiga el primer pétalo.

Y es esta certidumbre divina de que la muerte es mentira.

Si, ahora comprendo a Dios.

III.- EL MUNDO

—No se aman –dijeron–, porque no se buscan. No se han besado, porque ella va todavía pura. ¡No saben que nos entregamos en una sola mirada!

Tu faena está lejos de la mía y mi asiento no está a tus pies. Y sin embargo, haciendo mi labor, siento como si te entretejiera con la red de la lana suavísima, y tú estás sintiendo allá lejos que mi mirar baja sobre tu cabeza inclinada. ¡Y se rompe de dulzura tu corazón!

Muerto el día, nos encontraremos por unos instantes; pero la herida dulce del amor nos sustentará hasta el otro atardecer.

Ellos que se revuelcan en la voluptuosidad sin lograr unirse, no saben que por una mirada somos esposos

IV.- HABLABAN DE TI...

Me hablaron de ti ensangrentándote con palabras numerosas. ¿Por qué se fatigará inútilmente la lengua de los hombres? Cerré los ojos y te miré en mi corazón. Y eras puro, como la escarcha que amanece dormida en los cristales.

Me hablaron de ti alabándote con palabras numerosas. ¿Para qué se fatigará inútilmente la generosidad de los hombres...? Guardé silencio, y la alabanza subió de mis entrañas, luminosa como suben los vapores del mar.

Callaron otro día tu nombre y dijeron otros en la glorificación ardiente. Los nombres extraños caían sobre mí, inertes, malogrados. Y tu nombre que nadie pronunciaba, estaba presente como la Primavera, que cubría el valle, aunque nadie estuviera cantándola en esa hora diáfana.

V.- ESPERÁNDOTE

Te espero en el campo. Va cayendo el sol. Sobre el llano baja la noche, y tú vienes caminando a mi encuentro, naturalmente, como cae la noche. ¡Apresúrate, que quiero ver el crepúsculo sobre tu cara!

¡Qué lento te acercas! Parece que te hundieras en la tierra pesada. Si te detuvieses en este momento, se pararían mis pulsos de angustia y me quedaría blanca y yerta.
Vienes cantando como las vertientes bajan al valle. Ya te escucho...

¡Apresúrate! El día que se va quiere morir sobre nuestros rostros unidos.

VI.- ESCÓNDEME

Escóndeme, que el mundo no me adivine. Escóndeme como el tronco su resina, y que yo te perfume en la sombra, como la gota de goma, y que te suavice con ella, y los demás no sepan de dónde viene tu dulzura...

Soy fea sin ti, como las cosas desarraigadas de su sitio: como las raíces abandonadas sobre el suelo.

¿Por qué no soy pequeña, como la almendra en el hueso cerrado?

¡Bébeme! Hazme una gata de tu sangre, y subiré a tu mejilla, y estaré en ella como la pinta vivísima en la hoja de la vid. Vuélveme tu suspiro, y subiré y bajaré de tu pecho, me enredaré en tu corazón, saldré al aire para volver a entrar. Y estaré en este juego toda la vida...

VII.- LA FLOR DE CUATRO PÉTALOS

Mi alma fue un tiempo un gran árbol en que se enrojecía un millón de frutos. Entonces mirarme solamente daba plenitud, oír cantar bajo mis ramas cien aves era una tremenda embriaguez.

Después fue un arbusto, un arbusto retorcido de sobrio ramaje, pero todavía capaz de manar goma perfumada.

Ahora es sólo una flor, una pequeña flor de cuatro pétalos. Uno se llama la Belleza, y otro el Amor, y están próximos; otro se llama el Dolor y el último la Misericordia. Así, uno a uno, fueron abriéndose, y la flor no tendrá ninguno más,

Tienen los pétalos en la base una gota de sangre, porque la belleza me fue dolorosa, porque fue mi amor pura tribulación y mi misericordia nació también de una herida.

Tú que supiste de mí cuando era un gran árbol y que llegas buscándome tan tarde, en la hora crepuscular, tal vez pases sin reconocerme. Yo desde el polvo te miraré en silencio y sabré por tu rostro si eres capaz de saciarte con una simple flor, tan breve como una lágrima. Si te veo en los ojos la ambición, te dejaré pasar hacia las otras, que son ahora grandes árboles enrojecidos de fruto.

Porque el que hoy puedo consentir junto a mí en el polvo, ha de ser tan humilde que se conforme con este breve resplandor, y ha de tener tan muerta la ambición que pueda quedar para la eternidad con la mejilla sobre mi tierra, olvidado del mundo, ¡con sus labios sobre mí!

VIII.- LA SOMBRA

Sal por el campo al atardecer y déjame tus huellas sobre la hierba, que yo voy tras ti. Sigue por el sendero acostumbrado, llega a las alamedas de oro, sigue por las altas alamedas de oro hasta la sierra amoratada. Y camina entregándote a las cosas, palpando los troncos, para que me devuelvan, cuando yo pase, tu caricia. Mírate en las fuentes y guárdenme las fuentes un instante el reflejo de tu cara, hasta que yo pase. Porque a ti yo no podré verte más en la Tierra de los hombres.

IX.- SI VIENE LA MUERTE

Si te ves herido no temas llamarme. No, llámame desde donde te halles, aunque sea el lecho de la vergüenza. Y yo iré, aun cuando estén erizados de espinos los llanos hasta tu puerta.

No quiero que ninguno, ni Dios, te enjugue en las sienes el sudor ni te acomode la almohada bajo la cabeza.

¡No! Estoy guardando mi cuerpo para resguardar de la lluvia y las nieves tu huesa cuando ya duermas. Mi mano quedará sobre tus ojos para que no miren la noche tremenda.

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