Gabriela Mistral

Huerta

—Niño, tú pasas de largo
por la huerta de Lucía,
aunque te paras, a veces,
por cualquiera nadería.
 
¿Qué le miras a esa mata?
Es cualquier pasto. ¡Camina!
 
—¿Qué? es la huerta de Lucía.
Tan chica, mama, y sin árboles.
¿Qué haces ahí, mira y mira?
Esa vieja planta todo.
Por vieja, tendrá manías.
 
—Tonito mío. Es la albahaca.
¡Qué buena! ¡Dios la bendiga!
 
—Pero si no es más que pasto,
mama. ¿Por qué la acaricias?
 
—Le oí decir a mi madre
que la quería y plantaba
y la bebía en tisana,
le oí decir que alivia
el corazón, y eran ciertas
las cosas que ella nos contaba.
 
—¿Por qué entonces no la coges?
 
—Chiquito, soy un fantasma
y los muertos, ya olvidaste,
no necesitan de nada.
 
—¡Ay, otra vez, otra vez
me dices esa palabra!
 
—¿Cómo te respondo entonces
a tantas cosas que me hablas?
 
—Mama, oye: algunas veces
me lo creo, otras veces, nada...
Me dices que te moriste
pero hablas tal como hablabas,
Cuando voy solo y con miedo,
siempre vienes y me alcanzas,
casi nada has olvidado
¡y caminas tan ufana!
¿Por qué te importan, por qué
todavía hasta las plantas?
 
—Chiquito, yo fui huertera.
Este amor me dio la mama.
Nos íbamos por el campo
por frutas o hierbas que sanan.
Yo le preguntaba andando
por árboles y por matas
y ella se los conocía
con virtudes y con mañas.
 
Por eso te atajo cuando
te allegas a hierbas malas.
Esta Patria que nos dieron
apenas cría cizañas,
gracias le daba al Señor
por todo y por esta hazaña.
Le agradecía la lluvia,
el buen sol, la trebolada,
la lluvia, la nieve, el viento
norte que nos trae el agua.
Le agradecía los pájaros,
la piedra en que descansaba,
y el regreso del buen tiempo.
Todo lo llamaba “gracia”.
 
—¿Gracia? ¿Qué quiere decir?
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