¡Pobre amigo!, yo nunca supe
de tu semblante ni tu voz;
sólo tus versos me contaron
que en tu lírico corazón
la paloma de los veinte años
tenía cuello gemidor!
(Algunos versos eran diáfanos
y daban timbre de cristal;
otros tenían como un modo
apacible de sollozar).
¿Y ahora? Ahora en todo viento
sobre el llano o sobre la mar,
bajo el malva de los crepúsculos
o la luna llena estival,
hinchas el dócil caramillo
—mucho más leve y musical—
¡sin el temblor incontenible
que yo tengo al balbucear
la invariable pregunta lívida
con que araño la oscuridad!
Tú, que ya sabes, tienes mansas
de Dios el habla y la canción;
yo muerdo un verso de locura
en cada tarde, muerto de sol.
Dulce poeta, que en las nubes
que ahora se rizan hacia el sur,
Dios me dibuje tu semblante
era dos sobrios toques de luz.
Y yo te escuche los acentos
en la espuma del surtidor,
para que sepa por el gesto
y te conozca por la voz,
¡si las lunas llenas no miran
escarlata tu corazón!