Fray Luis de León

Oda VI: De la magdalena

Elisa, ya el preciado
cabello, que del oro escarnio hacía,
la nieve ha variado;
¡ay! ¿yo no te decía:
—Recoge, Elisa, el pie, que vuela el día?
 
Ya los que prometían
durar en tu servicio eternamente,
ingratos se desvían
por no mirar la frente
con rugas afeada, el negro diente.
 
¿Qué tienes del pasado
tiempo sino dolor? ¿cuál es el fruto
que tu labor te ha dado,
si no es tristeza y luto,
y el alma hecha sierva a vicio bruto?
 
¿Qué fe te guarda el vano,
por quien tú no guardaste la debida
a tu bien soberano,
por quien mal proveída
perdiste de tu seno la querida
 
prenda, por quien velaste,
por quien ardiste en celos, por quien uno
el cielo fatigaste
con gemido importuno,
por quien nunca tuviste acuerdo alguno
 
de ti mesma? Y agora,
rico de tus despojos, más ligero
que el ave, huye, adora
a Lida el lisonjero;
tú quedas entregada al dolor fiero.
 
¡Oh cuánto mejor fuera
el don de hermosura, que del cielo
te vino, a cuyo era
habello dado en velo
santo, guardado bien del polvo y suelo!
 
Mas hora no hay tardía,
tanto nos es el cielo piadoso,
mientras que dura el día;
el pecho hervoroso
en breve del dolor saca reposo;
 
que la gentil señora
de Mágdalo, bien que perdidamente
dañada, en breve hora
con el amor ferviente
las llamas apagó del fuego ardiente,
 
las llamas del malvado
amor con otro amor más encendido;
y consiguió el estado,
que no fue concedido
al huésped arrogante en bien fingido.
 
De amor guiada, y pena,
penetra el techo estraño, y atrevida
ofrécese a la ajena
presencia, y sabia olvida
el ojo mofador; buscó la vida;
 
y, toda derrocada
a los divinos pies que la traían,
lo que la en sí fiada
gente olvidado habían,
sus manos, boca y ojos lo hacían.
 
Lavaba larga en lloro
al que su torpe mal lavando estaba;
limpiaba con el oro,
que la cabeza ornaba,
a su limpieza, y paz a su paz daba.
 
Decía: «Solo amparo
de la miseria extrema, medicina
de mi salud, reparo
de tanto mal, inclina
aqueste cieno tu piedad divina.
 
¡Ay! ¿Qué podrá ofrecerte
quien todo lo perdió? aquestas manos
osadas de ofenderte,
aquestos ojos vanos
te ofrezco, y estos labios tan profanos.
 
Lo que sudó en tu ofensa
trabaje en tu servicio, y de mis males
proceda mi defensa;
mis ojos, dos mortales
fraguas, dos fuentes sean manantiales.
 
Bañen tus pies mis ojos,
límpienlos mis cabellos; de tormento
mi boca, y red de enojos,
les dé besos sin cuento;
y lo que me condena te presento:
 
preséntate un sujeto
tan mortalmente herido, cual conviene,
do un médico perfeto
de cuanto saber tiene
dé muestra, que por siglos mil resuene.»
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