No lo llamé, y vino.
Entró en mi alma sin ruido, sin palabra, sin promesa.
No buscaba yo amor, y sin embargo, al verle, algo se inclinó en mí, como los lirios al sol que no quieren mirar pero no saben cerrarse.
No le dije nada.
Mi silencio fue mi oración más alta.
Le miré con el recato de quien teme al incendio, y sin embargo, fui la yesca que arde en el rincón más oculto del altar.
Cada día es un acto de resistencia.
Me adorno de firmeza, me visto de orden, me protejo con la túnica de la distancia. Pero por dentro soy estancia encendida, estancia vacía, estancia suya.
Él no lo sabe.
O lo sabe y calla.
Y ese callar me toca más que el roce de cualquier mano.
No soy suya, ni él mío. Pero hay un rincón donde somos sin ser, donde todo arde sin tocarse, como la zarza que no se consume.
Y yo, en ese rincón, le espero sin llamarlo, le amo sin decirlo, y me salvo en no tenerle.
Porque hay amores que no bajan al suelo sin perder el cielo.