Un Herrero tenía
un Perro que no hacía
sino comer, dormir y estarse echado;
de la casa jamás tuvo cuidado;
levantábase sólo a mesa puesta;
entonces con gran fiesta
al dueño se acercaba,
con perrunas caricias lo halagaba,
mostrando de cariño mil excesos
por pillar las piltrafas y los huesos.
“He llegado a notar, le dijo el amo,
que aunque nunca te llamo
a la mesa, te llegas prontamente;
en la fragua jamás te vi presente,
y yo me maravillo
de que, no dispertándote el martillo,
te desveles al ruido de mis dientes.
Anda, anda, poltrón; no es bien que cuentes
que el amo, hecho un gan y sin reposo,
te mantiene a lo conde muy ocioso.”
El Perro le responde:
“¿Qué más tiene que yo cualquier conde?
Para no trabajar debo al destino
haber nacido, perro, no pollino.”
“Pues, señor conde, fuera de mi casa;
verás en las demás lo que te pasa.”
En efecto salió a probar fortuna,
y las casas anduvo de una en una.
Allí le hacen servir de centinela
y que pase la noche toda en vela,
acá de lazarillo y de danzante,
allí dentro de un torno, a cada instante,
asa la carne que comer no espera.
Al cabo conoció de esta manera:
Que el destino, y no es cuento,
a todos nos cargó como al jumento.