Cain leads Abel to death, by James Tissot
Enrique José Varona

El personaje bíblico Caín en las literaturas modernas

Al doctor don Ángel Fernández Caro

COMIENZA el hombre lleno de confianza su fatigosa jornada por la senda de la vida, y el dolor y las miserias no se dan punto de reposo en asediarle. Combaten su ánimo generoso encontradas pasiones, fatigan su cuerpo robusto las enfermedades, hieren su corazón, abierto a los afectos puros del amor, la ingratitud y los desengaños. Aparta de sí los ojos, y ve reproducido en la naturaleza el mismo cruel espectáculo. Arrasan la superficie de la tierra los huracanes, conmuévenla en sus profundos cimientos los gases subterráneos, páramos eriales ocupan el lugar de floridas campiñas, simas sin fondo el de populosas ciudades. tal parece que un genio destructor amenaza a cada instante aniquilar lo existente. La observación ha tenido que ser advertida por hecho de tan constante universalidad; y como principio generador se le ve reconocido en todas las mitologías. Al Dios próvido que ha creado al hombre y le ha enriquecido con los dones de su mano, que enciende y mantiene el fuego sagrado vivificador del mundo, se ha opuesto el Dios maléfico, que mancilla la obra admirable de su competidor, y tiende a destruirla, sembrando en el corazón del hombre las malas pasiones, y desencadenando sobre la tierra los furiosos elementos. He aquí como se encuentra descrita en el fundamento de las religiones, bajo el velo más o menos transparente de la alegoría, la lucha eterna del bien y el mal, de la muerte y la vida.

La mitología greco-romana parece romper este equilibrio, sometiendo los dioses y los hombres al inflexible Destino; pero lo cierto es que esta potestad misteriosa representa el consorcio de ambos principios, siendo indistintamente sus ineludibles sentencias favorables o adversas a la conservación de los mortales. El antropomorfismo ha vencido al naturalismo. La contienda eterna entre los elementos opuestos de la naturaleza, se traslada a la conciencia de una personalidad suprema, se convierte  en terrible conflicto de los motivos que inflaman el rayo de su voluntad ciega y soberana. Además, la teogonía de Hesiodo está llena de los combates gigantescos librados entre razas inmortales, que representan, sin género alguno de dudas, las fuerzas contrapuestas que funcionan en la naturaleza.

Nadie negará la influencia de esta importantísima teoría en las religiones de Moisés y de los discípulos de Jesús, a pesar de cuanto han declamado sus sucesores contra el maniqueísmo. En el Génesis se desarrolla con una sencillez y majestuosidad dignas de admiración. Allá, en el principio de los tiempos, en el centro del mundo, en el Paraíso, punto culminante de la gran pirámide de la generación hebraica, se representa a las miradas de todos los hombres el drama solemne de la caída del primer padre. Son los personajes el Omnipotente, que todo lo ha sacado de la nada; el rey del mundo, su hechura; la serpiente, su eterno competidor. La victoria queda por el genio del mal, y desde entonces la muerte y las calamidades hacen su entrada triunfal en la tierra.

Dejando a un lado la máquina, la alegoría no puede ser más transparente. En los primeros capítulos del relato de Moisés parece como que se va asistiendo al despertar de las pasiones en el corazón del hombre. Es la primera la soberbia, hija del natural amor a nosotros mismos. Viene después la envidia, aguijada por el odio, y mancha las manos del hombre la sangre de su hermano. Esta segunda escena del drama mosaico, si no tan grandiosa, es más patética que la primera. En brevísimas frases compendia la historia de la humanidad. El hombre armado contra el hombre, olvidados los vínculos de origen y de afectos; el crimen sobreponiéndose a la justicia, la fuerza sojuzgando la razón, el mal triunfando del bien. Los actores son los primogénitos del primer hombre, el teatro el primer hogar, el desenlace las lágrimas y el luto eterno de la primera madre.

Acepta Dios propicio la obligación de Abel, y aparta sus miradas de Caín y sus ofrendas. Y Caín se ensaña en su corazón, y nubla su semblante. En vano la voz del Señor (la voz de la conciencia) resuena severa y razonadora.

“Dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos fuera. Y cuando estuvieron en el campo, se levantó Caín contra su hermano Abel, y lo mató”. Génesis, Cap. 4, vers. 8.

Consumado el crimen truena de nuevo el vengador supremo; y Caín, maldito y señalado por la mano divina, es condenado a morar errante, lejos de sus hermanos. De otro modo: perseguido por atroces remordimientos, se oculta Caín de las miradas de los hombres, que huyen espantados al aspecto de su semblante feroz, marcado con las huellas del crimen. Con esta nueva victoria asegura el genio de las tinieblas su imperio sobre los hijos de Adán.

Colocada esta lúgubre escena, al comienzo de un libro leído por tantas generaciones como sagrado, descrita con la sobriedad de incidentes y concisión maravillosa de las obras de remota antigüedad, ha hecho de Caín el tipo de hombre en cuya alma pone su asiento la perversidad, víctima de ese principio generador de nuestras malas obras; dejándole, al destacar su figura, susceptible, sin embargo, de recibir todos los matices con que la fantasía creadora templase o sombrease en lo sucesivo los primeros rasgos. Fuente de grandes inspiraciones para el artista aparece, por tanto, a las miradas del crítico; y así lo comprobará la rápida ojeada que trato de echar sobre algunas de sus manifestaciones en la literatura moderna. Pues juzgo digno de atención penetrar la manera con que grandes ingenios han tratado este asunto, eminentemente sintético, copia fidelísima de la vida humana combatida por tan contrarias corrientes.

Para convertir a Caín, personaje sagrado, símbolo de grandes misterios (expresándome en el lenguaje de los escriturarios), o de grandes ideas, en concepción estética, que hable a la imaginación y al sentimiento, hay que despojarlo de la vaguedad de la relación primitiva, y hacer de él un personaje que piense y obre como hombre. La concisión extrema del texto mosaico deja ancho campo a las interpretaciones. ¿Cuáles fueron los afectos que lo impulsaron al crimen? ¿Por qué no aceptó el Señor su sacrificio? ¿Abrigaba ya su pecho odio contra su hermano? Cuestiones mil veces propuestas, y diferentemente resueltas.

Dos tradiciones talmúdicas tengo presentes, que difieren no poco de cuanto después han ideado los expositores, y los literatos que en ellos se han inspirado.

En la primera Caín es un impío, que niega la justicia divina, la vida futura, la remuneración de las buenas obras, en fin, la Providencia; es por tanto un malvado, a quien mira con ceño el todopoderoso. Abel, sustentando los puntos contrarios, le echa en cara que Dios haya rehusado sus dones; y esto da margen a la fatal querella.

La segunda leyenda, más dramática, fundaba en motivos del todo terrenales el odio fraternal. La sed de mando y la concupiscencia.

Estando los dos hermanos juntos en el campo, se dijeron: Partámonos la tierra.
Entonces uno, dijo: La tierra donde estás es mi porción. Y el otro, dijo también: El lugar que ocupas es mi porción.
Y hablando así, contendían. El uno dijo: En mi parte debe estar el templo y el
santuario. El otro dijo lo mismo, y riñeron.
Junto con Caín, Eva había dado a luz una hija, y con Abel otra hija.
Caín, dijo: Yo quiero por esposa la menor, porque soy el primogénito y debo escoger.
No, dijo Abel, puesto que conmigo ha nacido, conmigo debe desposarse.
Y hablando así, lidiaron. Mas este día Abel dio con Caín en tierra, y lo tenía debajo.
Entonces Caín dijo a Abel: Ambos somos hijos de un mismo padre, ¿por qué me quieres matar? Abel se condolió de su hermano, y lo dejó levantar.
Aprendamos a no hacer bien jamás al perverso; porque después que Abel tuvo lástima de Caín, Caín se levantó, y arrojándose sobre Abel, lo mató.

Aquí el cuadro se ensancha: Caín es ambicioso, insolente y pérfido; y sus malas pasiones motivan el odio más terrible, el odio entre hermanos. Más adelante hemos de verlo tocar los límites de la epopeya.

Admitieron y canonizaron los discípulos de Jesús el relato de Moisés. Llama San Mateo justo a Abel, y hace caer su sangre sobre los fariseos; indica San Pablo que la falta de fe perdió a Caín; y este nombre es desde entonces maldito en boca de los más disertos sucesores de los apóstoles.

La elocuencia vehemente de los Santos Padres sólo puede tener rasgos sangrientos para delinear al fratricida y al réprobo. No lo anima la fe, y su ofrenda es desechada; la envidia y el odio ocupan su corazón, y él, en vez de domar sus instintos perversos acaricia pensamientos de muerte, rompe el primero las leyes de la naturaleza, sus ojos se repastan en la sangre de su
hermano, y una palabra de arrepentimiento no suena en sus labios; maldito de Dios, su vida se ha de prolongar entre el horror que inspira a sus semejantes, y el martirio que le impone su conciencia; y su nombre ha de quedar como voz de execración hasta las últimas generaciones. Para él no tiene la divina justicia sino eterna reprobación y castigos eternos.

Nacido el drama moderno en el recinto de la Iglesia, estuvo por largos siglos sometido a su influjo. Medio de predicación y propaganda práctico y activo, no hacía más que traducir en símbolos y alegorías el dogma y las opiniones de los doctores ortodoxos. Nación ninguna conservó tanto tiempo, como España, la afición a este espectáculo religioso con atavíos profanos. Estrecho en los muros de las catedrales, se salió a la plaza pública, y resucitando los tiempos del arte helénico, convocó por espectadores a ciudades enteras, animó para ocupar el movible escenario de sus carros la naturaleza física y moral, los espíritus buenos y malos, los atributos todos de la Divinidad, y levantó de entre la turba de sus poetas un genio digno del asunto, del teatro y del auditorio, el genio de Calderón. Los autos sacramentales, creados y vivificados por el espíritu católico, son un complejo y grandioso comentario del gran principio que fecunda ésta como las demás religiones, la pugna de los elementos enemigos del mal y el bien; por más que traten de exhibir, siempre triunfante, el Dios creador y conservador que representa su providencia. Era, pues, argumento muy ajustado para tales piezas el de la rebelión de Caín y su castigo, tal cual los predicaba la elocuencia de los Padres; tanto y más cuanto que en la muerte de Abel cifraban muchos intérpretes alto y recóndito misterio. Caín en un auto debía ser el Caín pintado de una plumada por el bachiller Bartolomé Palau. Para hacer la presentación de sus frutos escoge, contra el consejo y amorosa advertencia de Abel, lo peor de sus mieses.

—Pues lo mejor
Toma, hermano, por tu fe.

Le dice Abel amonestándole.

—Deso yo me guardaré,
Sino todo lo peor.

Así lo querían los expositores

Con todo, la obra más notada del antiguo repertorio español en que se desenvuelven las condiciones dramáticas del pasaje bíblico se distingue por su ajuste al texto mosaico. Vencido por lo artístico del asunto el maestro Jaime Ferruz, en su auto Caín y Abel, olvida o desdeña las doctrinas generalmente sancionadas, por llegarse más a lo verosímil y patético: el poeta se sobrepone al teólogo. Caín no muestra tibieza en reconocer la deuda contraída con su creador, presentándole en oblación sus frutos; y aun escoge lo más granado de la sementera. Pero el fuego celeste no desciende sobre sus espigas, y desde aquel punto la envidia comienza a roer el corazón del humillado labrador. ¡Arded, malditos tizones! exclama en el primer arranque de la ira; pero luego, volviendo sobre sí, entabla un diálogo terrible con su propio pensamiento, personificado en aquella escena por la envidia. Como en la tradición del talmud, ésta le invita al crimen, halagando su ambición.

Porque muerto este traidor
En quien tanto mal se encierra,
En paz, sin sangrienta guerra,
Por universal señor
Quedas de toda la tierra

¡Cuán otro se nos presenta el inocente y afectuoso Abel! Contristado por el rostro ceñudo, por el aspecto feroz de Caín, lo regala con blandas palabras, lo llama a sí con muestras de sincero cariño. Cada expresión, cada gesto es un puñal para el corazón del criminal: todo encona su llaga, todo lo precipita al atentado. Admiremos el arte del poeta, considerando que no toca la Naturaleza otros resortes. Abel, herido por mano tan amada, prorrumpe en estos sentidos conceptos:

¡Ay, ay, hermano querido!
Pues me has muerto por quererte,
En tal lugar, de tal suerte,
A aquel eterno Dios pido
Que te perdone mi muerte.
..............................................
A Adán y a mi madre Eva
No lleves la acerba nueva
Deste suceso inhumano...
Adiós, adiós, caro hermano,
Que en mí la muerte se prueba.

Aquí desaparece la alegoría, pero queda la naturaleza humana sorprendida en una de sus más bellas manifestaciones. Asistimos a una escena conmovedora, en que por un lado todo es amor y sacrificio, y por el otro perversa emulación y ruines deseos. Olvidamos el drama bíblico ante las bellezas del drama humano.

En el desenlace de su drama es donde sobre todo se aparta Ferruz del común sentir de los Padres, interpretando más derechamente la relación de Moisés. Caín se arrepiente, pero con el arrepentimiento del que ha cebado su iniquidad en el más horrendo de los crímenes, sumiéndose en profunda desesperación. Su impetuosidad, su ira apenas satisfecha, el conocimiento de su propia vileza, la falta de fe en la posibilidad del perdón, el horror que a sí mismo se inspira, su orgullo, que se revela contra el castigo presentido, todo lo concentra en esta imprecación sublime:

Señor, ¿para qué nací?

La conclusión del auto, en la cual entran Lucifer y la Envidia, explica suficientemente su alegoría; que contra el pensamiento del teólogo, remata con el triunfo de Luzbel sobre el linaje humano.

A la inversa de Ferruz, vuelve por completo a las doctrinas predicadas por la Iglesia Jorge Macropedius (Langeweld), autor del mismo siglo, y de un drama latino, en que hace pasar como en visión a los ojos de Adán, todas las escenas del Antiguo testamento, que se han supuesto profecías de la venida del Salvador. La enunciación del objeto basta para dar a comprender que sus personajes han de tener mucho de alegóricos. Su Abel es, por consiguiente, menos interesante que el de Ferruz, pues la dualidad de su carácter le cierra un tanto el camino para tocar los afectos del lector. En hecho tan naturalmente dramático, o el simbólico ahoga lo patético, o lo patético se sobrepone al símbolo, y lo anula. Por esto los dos personajes que en el cuadro se destacan son los menos simbólicos, los más humanos: Caín y Eva.

Caín, el maldito de Dios, tiene la soberbia grandeza del hombre recientemente caído de su excelso estado. A Dios mismo que le amonesta, replica: “Ser bueno, ser malo, ¿qué importa? ¿Siempre no he de morir?” (Adamus, acto I, escena III). Llega Abel, y Caín, transportado de ira, se precipita sobre él.

Hermano mío, grita Abel suplicante, perdóname la vida, yo te lo ruego. ¿He pecado alguna vez contra ti? ¿He tomado jamás lo que te pertenece?...
Yo te lo ruego, no me mates, no ofendas a Dios, autor de la vida, que vengará mi sangre derramada.
Caín.—¿Y aún me amenazas? Muere tú con tus amenazas.
Abel.—¡Oh, Señor, a quien sirvo y reverencio! Yo te ofrezco, el primero, esta
sangre y esta alma inocente. Recibe mi ofrenda.
Caín.—Haz tu ofrenda, adorador de Dios; hazla y muere
(Ibid.)

Los enamorados del sentido místico podrán admirar la invocación de Abel. A mí me parece muy superior la horrible réplica de Caín.

Una escena conmovedora tiene entonces lugar. Adán y Eva encuentran el cadáver de su hijo. ¿Quién podrá pintar el dolor y las lágrimas de la madre? La muerte se le revela bajo su más horrible forma. Ante sus ojos, de improviso, yace ensangrentado el cuerpo exánime de su hijo. En vano Adán trata de persuadirla a sepultar aquellos mortales despojos. “No, no, jamás cubriré de tierra el rostro de mi hijo amado. Lejos de aquí, yo lo lloraré hasta que muera”. Y es necesario que un ángel le prediga la resurrección de la carne, para que acceda a la triste ceremonia de la sepultura. “Sea, dice al fin; cubra sus despojos la tierra, puesto que un día hemos de ver su rostro querido” (acto I, escena IV).

Palabras simples y afectuosas, propias de un corazón maternal. Entretanto Caín abandona la tierra natal, dispuesto a trocar los bienes eternos, que ha perdido, por los bienes terrenales. Aquí reaparece la alegoría, y se empequeñece el carácter de Caín; confirmándose así las observaciones precedentes.

Dos siglos después, Metastasio, lleno de las ideas teológicas, saca de nuevo a la escena los mismos personajes y su opereta no pasa de ser un frío comentario de las palabras del historiador hebreo. Sentencias vulgares, exprimidas, eso sí, en versos armoniosísimos, llenan las breves escenas de la fábula, desnuda de todo incidente dramático. La ciega sumisión del autor a las supuestas reglas aristotélicas le lleva a quitar de los ojos del espectador la consumación del fratricidio. Los caracteres aparecen rebajados, Caín ha perdido toda su grandeza, y se cubre con el velo de la hipocresía. Resuelto a deshacerse de su odioso rival, le agasaja prometiéndole olvido y arrepentimiento, y se muestra dispuesto a ofrecer, con ánimo puro, un nuevo sacrificio; Abel, regocijado, aplaude su intento; y de aquí surge la única escena interesante de toda la pieza. Las respuestas ambiguas de Caín ponen de manifiesto su perversidad y el simple corazón de Abel.

Caín.—En satisfacción del primero, deseo hacer al Señor un nuevo sacrificio.
Abel.—¿Cuándo?
Caín.—¡Al punto!
Abel.—¿Dónde?
Caín.—En el campo; no muy lejos de aquí.
Abel.—¿Y la víctima?
Caín.—Está pronta.
Abel.—¿tu corazón?
Caín.—Dispuesto.
Abel.—¿Será la hostia digna de Dios?
Caín.—Le es muy acepta.
Abel.—¿Cuál es?
Caín.—Ya lo sabrás.
Abel.—¿Me permitirás, hermano mío, que esté presente al sacrificio?
Caín.—Estarás presente. te lo prometo.
(La morte d’Abele. Parte Seconda)

Es muy patético el encuentro con Eva en aquel momento. La conclusión en que Adán, que no parece lastimado por la muerte de su hijo, predice la venida del Cordero, del cual es primera figura Abel, no puede ser más fría. Para la piedad, tal vez será aceptable; el buen gusto la rechaza.

Hasta aquí la literatura no ha servido sino de mayor declaración a las doctrinas admitidas y sancionadas por la religión; el ingenio apenas ha hecho más que realzar, con los colores de su paleta, caracteres ya delineados. Aun no se ha presentado la obra del genio.

Un compatriota y sucesor de Metastasio abre la serie de los notables poetas que más recientemente han tratado este sujeto dramático. Alfieri no se cuida del sentido simbólico de la muerte de Abel; ve en ella un argumento que se presenta al artista, casi intacto. Pero ya he sugerido que las figuras de este drama han de ser alegóricas con perjuicio de lo humano; o humanas con menoscabo de lo alegórico: las de Alfieri no ocultan en sus acciones los misterios que declaran los intérpretes, ni han sabido hallar el verdadero lenguaje de las pasiones.

Su Caín, padre más que hermano de Abel, a quien prodiga los más tiernos epítetos y colma de solícitos cuidados, con quien parte los manjares y el lecho; asombrado por una pesadilla; errante por el desierto; engañado por una fábula increíble con que le sorprende la Envidia en hábito mortal; arrebatado de súbito por la ira y por el odio más acerbos; homicida de su hermano, y amedrentado antes que arrepentido de su obra, es un personaje de todo en todo inverosímil, que ni procede bajo el peso de una fatalidad irresistible, ni obra aguijado por los naturales móviles del hombre. En pocas horas se posesionan de su corazón afectos, que tardan mucho tiempo en abrirse paso; porque en su conducta, en sus palabras, en sus sentimientos, todo revelaba la noche anterior al crimen un hijo sumiso y amoroso, un hermano tierno y lleno de abnegación. Sólo Eva ha descubierto no sé que horrible y sangrienta marca entre sus negras cejas, marca de que Caín no sabe nada, pues es sincero y bueno. Pero esta rápida transformación no lo eleva ni lo embellece, siendo así que el arte puede elevarlo y embellecerlo todo: en su boca no se oye un rasgo levantado, una palabra que pinte el hombre o sus afectos. No es el Caín de la Escritura, ni un hermano encarnizado en el aborrecimiento a su hermano; es un insensato, alucinado por fantasmagorías, con que la Envidia, por mandato de Lucifer, ha turbado su razón. No inspira horror, ni lástima, ni asombro. ¿Y Abel? Sorprendido por los arrebatos de aquél, hasta entonces su tierno compañero, viendo armada contra sí la mano que ayer le acariciaba, ¿no sabrá hallar un resorte para mover ese pecho que le es tan conocido? ¿Cómo comprender que atienda sólo a desahogar su terror en largos y gélidos razonamientos? No es, por tanto, extraño, que todo el interés que debían inspirar estos personajes, refluya en Adán, única figura de perfecto relieve en cuadro de tan débiles tintas. Él ha reprobado la predilección que, en lo íntimo de su pecho maternal, siente Eva por Abel, y sus secretos temores, que nada justifica. Él ve a sus dos hijos con ojos de padre. Pero cuando encuentra a su Abel moribundo, su mismo amor le dicta los acentos más naturales del dolor y de la indignación. Allí, ante sus ojos, sangrienta y acusadora, está la azada del fratricida.
¡Oh cielos! sí, allí veo la azada de Caín, enrojecida de sangre. ¡Oh dolor!
¡Oh ira! ¿Esto es posible? ¿Caín te ha muerto? ¡tu hermano! ¿tu hermano?
Venga, venga esa arma, yo te hallaré y con mis propias manos te daré muerte.
¡Oh, justo, omnipotente Dios! ¿tal crimen viste tú, aquí está la víctima, y el
matador vive? ¿Dónde está, dónde está el infame? ¿Cómo no hiciste, gran
Dios, que bajo los pies del monstruo se abriese la tierra para devorarle? ¡Ah!
sí, sí, tú quieres que sea mi mano la que castigue este crimen. tú quieres que
sea yo quien siga las sangrientas huellas del traidor. Helas aquí. Despiadado
Caín, de mí recibirás la muerte... ¡Oh Dios! ¿Cómo dejarle agonizante?

Esto es patético, esto es verdadero, esto es bello. Y he aquí que sobreviene la madre, y en vano Adán trata de impedir el cruel espectáculo a sus ojos; ella busca, ella ve el cuerpo inanimado, ella corre a echarse sobre su hijo. Entonces se levanta el padre, ceñudo e imponente, y con las manos extendidas sobre la cabeza yerta de la víctima, exclama con voz profunda: “Caín, maldito seas de Dios, como lo eres de tu padre” (Abele, atto V).

Aquí se despierta el trágico. La maldición de los labios del padre impresiona más vivamente el ánimo del espectador, que la maldición divina con su vano aparato de truenos y relámpagos.

La misma falta de virilidad en el carácter de Caín se nota en Gésner, si bien este autor procura fundarlo algo más. Caín está celoso de Abel; aunque sus celos no tienen la grandeza de las pasiones que deben ocupar la epopeya. Él lidia e invoca a veces el auxilio divino para triunfar de sí mismo. Duerme, y Lucifer le hace ver en sueños su posteridad subyugada por la de Abel; en ese momento despierta, halla junto a sí a su hermano, y en un rapto de ira, lo mata. Aquí no hay felizmente, las dilaciones, las dudas, el diálogo prolongadísimo de Alfieri; y si Gésner no ha sabido representar al criminal, tiene, por lo menos, bellos colores, para pintar su arrepentimiento. En esta parte es completamente original. El Caín arrepentido es su concepción, y todavía más la esposa llena de abnegación, que ha de redimirlo por su sacrificio. “Bendita seas, oh familia infeliz que abandono, bendita seas, dice llorando Mehala, al salir para su destierro. Pronto volveré de los lugares donde vamos a levantar una nueva choza, a pedir vuestra bendición para mí, para mi esposo, a implorar su perdón” (La muerte de Abel, canto último).

El cuadro ha cambiado; el maldito lleva junto a sí sus hijos, se apoya en el brazo de su amante esposa; su crimen va a ser lavado por las lágrimas de la inocencia y la virtud. Así se aleja lentamente, a la tenue claridad de la Luna, volviendo con frecuencia los ojos a las cabañas de sus padres, internándose en las regiones desiertas, no holladas hasta entonces por humana planta. Escena sencilla y conmovedora con que el poeta suizo ha sabido cerrar bellamente su poema.

La muerte de Abel, de Gésner, por la sobriedad del plan, por la sencillez del estilo, y más que todo, por el sabor arcádico del conjunto, tan del gusto de la época, fue mirada en el siglo anterior como una obra maestra. Así lo confiesa paladinamente Legouvé al tomarlo por guía para su tragedia del mismo título. Y sin embargo, ¡cuánto excede a su modelo! La sombría figura de Caín, atormentado por el odio, descontento de sí mismo, quejoso de sus padres, olvidado de su Hacedor, a quien acusa, está trazada con rasgos admirables. Aborrece a su hermano con todas las fuerzas de su corazón, endurecido por la vida salvaje a que se entrega; donde quiera le persigue la imagen del feliz Abel, que vive del fruto de sus sudores, que le usurpa el cariño de sus padres, cuyas alabanzas resuenan siempre en sus oídos, cuya felicidad ha de atormentar siempre su vista. “trabajar y aborrecer, he aquí mi destino”, gritaba el miserable. Y sin embargo, movido por los reproches y las lágrimas de su padre, accede a reconciliarse con Abel, a estrechar entre sus brazos ese hermano que hubiera odiado aun en medio de las delicias del Paraíso. Ambos en fe de la lealtad de su juramento van a ofrecer oblaciones a Dios. El fuego celeste baja sobre la hostia de Abel y deja intacta la de Caín. ¡Cómo despierta de nuevo su odio inflamado por la envidia! ¡Cómo exprime la soberbia dureza de su carácter!
¡Dios implacable, grita, he aquí tu justicia! Penetrado de remordimientos caigo a los pies de Adán, recibo en mis brazos este Abel, este hijo predilecto; ahogo mi coraje; en lo íntimo del pecho invoco la virtud, la amistad, la humanidad, imploro tu favor, porque creo merecerlo; y tu mano me rechaza, y para más vejarme, cuando rehúsas mis dones y plegarias, haces de mi afrenta nacer la gloria de mi hermano. ¿Me quieres criminal? Lo seré. Así lo ordena mi suerte... Inflama en tus manos el rayo; quiero justificar tu cólera. Yo sabré hacerme digno de ser tu víctima.
Adán.—¿Qué? Hijo...
Caín.—Dejadme.
Mehala.—Esposo mío, que mi amor...
Caín.—Dejadme.
Eva.—Amado hijo, en mis brazos...
Caín.—Dejadme. Dios me ha hecho contrario a todos los afectos. Yo no soy
más vuestro esposo, ni vuestro hijo, ni vuestro hermano, yo soy Caín.
(La morte d’Abele, acto II, escena VI)

El Caín, de Legouvé, tan grande en su orgullo y su aborrecimiento, que odia al Dios cuyos ojos miran benignos a su hermano, que no le ha rezado jamás, que en vano hubiera querido orar, parece colocado de propósito entre esas creaciones débiles que hemos considerado, y la gran concepción de Caín, que ahora se nos presenta como materia de estudio y admiración: el Caín, de Lord Byron. Ya la literatura ha olvidado por completo las tradiciones y doctrinas teológicas, y se ha forjado un Caín conforme a sus gustos y a las nuevas ideas. Con Gésner se deja oír el sentimentalismo en boga, antes del 89; con Legouvé las reivindicaciones sangrientas de la era revolucionaria. El símbolo ha desaparecido; el primogénito de Adán es sólo un fratricida, la intervención del genio del mal casi no se descubre. En este momento va a imprimir Byron a ese carácter apenas bosquejado el sello de su numen portentoso, y a devolver al asunto toda su alta y trascendental significación. Byron ha sido el más lírico de los poetas conocidos, es decir, el escritor más subjetivo. Pero, a las veces en su propia personalidad ha sintetizado la humanidad entera. tan grande era y tan grande se reconocía. Si en otras de sus obras ha cantado el drama de su vida, en Caín ha sacado a la luz de las profundidades misteriosas de su corazón, el drama sublime de su pensamiento; y al mismo tiempo ha desenvuelto el drama universal del hombre sometido al imperio del mal.

Caín, atormentado por la duda eterna que le roe el pecho, vive inquieto y desesperado, oyendo hablar de una ciencia que no posee, y de un delito que no ha cometido, y por el cual se le castiga. La muerte, sentencia suspendida sobre su cabeza inocente, lo irrita más que lo amedrenta. ¿Qué es la muerte? ¿Por qué he de morir? ¿Por qué he merecido la muerte? He aquí el terrible problema que ocupa su inteligencia rodeada de tinieblas. “¿Por qué no diriges tus preces al Altísimo?” le pregunta Adán. “No tengo nada que pedirle”, replica Caín.

—¿Ni por qué rendirle gracias?
—tampoco.
—¿No vives?
—¿No he de morir?
(Caín, acto I)

Y luego viéndose sólo prorrumpe en estas acerbas reflexiones:

¿Y esto es la vida? trabajar. ¿Y por qué trabajar? Porque mi padre no quiso conservar su lugar en el Paraíso. ¿Y qué parte he tomado en esto? Yo no había nacido, ni pensaba haber nacido. Y hoy mismo ¿acaso estoy contento con la suerte que me ha deparado mi nacimiento? ¿Por qué cedió él a las instigaciones de la serpiente y de la mujer? Y si cedió ¿por qué se le castiga? ¿Qué había de malo en esto? El árbol estaba en el paraíso. ¿Y por qué no para él? Y si no era para él ¿por qué colocarlo cerca de él? ¿Por qué hacerlo el más bello de todos los del Edén? ¿Por qué ponerlo en el centro?

En este instante, como evocado por sus sombríos pensamientos, se acerca Lucifer, que viene a enseñarle que la ciencia del hombre es la duda, y a descubrirle la lucha colosal empeñada entre dos contrarios principios, que se disputan la posesión del universo.

Las escenas entre Caín y Lucifer son majestuosas y sombrías como una tempestad. De los labios del ángel salen sentencias como relámpagos, que van a alumbrar el abismo de la conciencia de Caín. ¡Qué terribles cuestiones! ¡Qué terribles respuestas! Lucifer con arte admirable recorre todos los tonos. Ya es un rasgo de infinita soberbia, de odio infinito, ya un dardo envenenado, ya una duda maliciosa, siempre la ironía, forma natural de la manifestación de su entendimiento. El Lucifer, de Milton, era grande porque conservaba vislumbres de su primitivo estado; el de Byron es grande con la propia grandeza de su orgullo y obstinación ilimitados, con la grandeza que conviene al rival perenne, vencedor muchas veces del otro Dios. Mas no por eso se abate y eclipsa el carácter de Caín. Es digno de su interlocutor. Su sed de saber es insaciable, como su desesperación infinita. Cada nuevo descubrimiento despierta más acerbas sus recriminaciones; y se revuelve con fuerza contra la fatalidad que injustamente lo oprime. La espléndida altura en que el uno está colocado no amengua la sublimidad a que el otro se remonta.

Lucifer muestra a Caín el mal en todas partes, pero deja pesar entera sobre su competidor la responsabilidad de su creación.

—tú, con todo tu poder, ¿qué eres? le pregunta Caín.
—Quien aspiró a ser el que te ha hecho, y quien no te hubiera hecho lo que eres.
—¡Ah! tú pareces casi un Dios y...
—No lo soy. Y no habiéndolo sido, nada quiero ser sino lo que soy.
—Pensaba yo que la muerte era un ser, dice luego Caín. ¿Quién puede hacer tanto mal a los seres sino un ser?
—Pregúntaselo al Destructor.
—¿A quién?
—Al Creador. Llámale como quieras. Él crea, pero es para destruir. Caín reconoce la esencia superior del que le habla, mas no se le humilla, como no se ha humillado al espíritu que adoran sus padres.
—tú eres el Señor que mi padre venera, le dice.
—No.
—¿Su igual?
—No. Yo nada tengo de común con él. Ni quiero. Yo querría ser algo superior, inferior, todo menos un partícipe de su poder, menos un súbdito suyo. Yo habito aparte; pero soy grande. Hay muchos que me adoran y muchos más que me adorarán. Sé tú el primero.
—No he adorado jamás al Dios de mi padre, aunque mi hermano Abel me pide incesantemente que una a los suyos mis sacrificios; ¿por qué habría de adorarte a ti?
—¿Nunca le has adorado?
—¿No lo he dicho? ¿Necesito decirlo? ¿No te lo ha enseñado tu gran sabiduría?
—Quien no le adora, me adora.
—Pues yo ni le adoro, ni te adoro.
(Acto 1)

He aquí a Caín. He aquí a Byron. Después de esta escena, Lucifer arrebata a Caín, y lo conduce a través de los espacios y de los orbes que hoy son, a los espacios de otros universos que fueron. Caín multiplica sus osadas preguntas en progresión ascendente, y el espíritu le revela cuanto un viviente puede entrever de los terribles arcanos de la muerte, y patentiza a sus ojos el gran misterio de los dos motores que existen en eterna pugna, que juntamente reinan con igual poder, sobre todo lo mortal, alimentando su odio en su inmortalidad (Through all eternity). Aquí tiene el crítico que renunciar a seguir el vuelo del genio. Sólo por la boca de Byron ha hablado así el hombre el lenguaje de los inmortales. Condensar o traducir sus conceptos sería una profanación. Las dudas gigantescas de su espíritu, las meditaciones de sus prolongados insomnios, los problemas que su numen osado le ha resuelto, cuando creía o soñaba, todo lo trasladó el poeta a aquel grandioso teatro, entablando consigo mismo esos diálogos sublimes.

La acción, propiamente dicha, de su Misterio, está reducida al tercer acto, pero es admirable. Caín no aborrece a Abel, lo ama porque todos lo aman, y si alguna vez ha pensado que es objeto de las predilecciones de su madre y de su Dios, pronto lo ha olvidado para entregarse a su inquieta melancolía. torna de su rápido viaje por mundos hasta entonces desconocidos, más feroz, más sombrío, más soberbio y dispuesto a increpar y maldecir al Autor del mundo, de la vida y de sus males. Cediendo a reiteradas súplicas de Abel, se dispone a ofrecer un sacrificio en su compañía. Abel prosternado, implora el perdón de sus culpas y la clemencia divina. Caín se mantiene en pie y dirige a Dios, con sus ofrendas, una oración grandilocuente y altiva, que traduce las dudas y las quejas de su alma. El fuego consume la oblación de Abel; y un torbellino esparce los frutos ofrecidos por Caín. A los ruegos de Abel para que reitere el sacrificio, Caín contesta, amenazándole con impedir la consumación del suyo. Abel le dice que no permitirá que añada acciones impías a impías palabras; Caín se abalanza, Abel se opone cerrándole el paso, y entonces Caín, fuera de sí, arrebata un tizón del ara, y le golpea en las sienes hasta derribarle. La vuelta de Caín sobre sí es admirable. La duda, el terror, algo que no es todavía el remordimiento, pero que anticipa sus martirios, se apoderan de su espíritu. Y cuando se cerciora de su obra, de que ha muerto a su hermano, entonces la desesperación le envuelve por completo el alma en sus tinieblas. En vano Zillah, la esposa de Abel, le dirige angustiadas preguntas, en vano su padre lo interroga, Eva lo acusa y su Adah le ruega que se justifique y se sincere.

En vano su madre llama sobre su cabeza la venganza divina, que le predice maldiciéndole y pidiendo para él, a la tierra, a los elementos, a los hombres y a los espíritus su eterna execración. En vano su padre lo expulsa de sus hogares, de la comunión de la familia. Caín permanece en silencio. Y cuando todos han huido de su presencia, menos la esposa fiel que le ofrece aún su amor inagotable, Caín se incorpora para decirle: ¡déjame! Sólo cuando un mensajero de la deidad que él mira como causadora de sus males, le intima la sentencia, que lo condena a padecer y a vivir, halla Caín de nuevo palabras para argüirle, y al fin, condenado más no sometido, sombrío y desesperado, pero siempre soberbio, dirige a su esposa estas fatales palabras: “Ahora al desierto”.

Esto es algo de la obra de Byron. Jamás, después de los tiempos del sublime Lucrecio, la poesía se ha identificado de ese modo con la filosofía. Nunca verdades tan desconsoladoras se han dicho a los hombres con más divino lenguaje. Pero son desconsoladoras, como son trascendentales; y el hombre sólo quiere que la dulce cadencia del ritmo halague el sueño de sus potencias. Dejémosle dormir.

Si después de Byron ha osado algún escritor animar la sombra de Caín, la crítica debe ignorarlo.

Camagüey, 1873

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