Enrique José Varona

Emerson

El hombre eminente de quien voy a hablaros, debiendo dirigirse, con motivo de una solemnidad literaria, al Ateneo de Manchester, en momentos en que una tremenda crisis comercial castigaba el riquísimo distrito, comenzó felicitando a su auditorio porque ni las graves preocupaciones del presente, ni las amenazas terribles del futuro, lograban entibiar su afición a los ejercicios del espíritu, ni distraerlos de concurrir a esa festividad de la inteligencia. Nada más natural que este recuerdo, cuando a mi vez puedo contemplar con íntima satisfacción que, en medio de zozobras mucho mayores, de riesgos más inminentes y ante calamidades mucho más irreparables, venís vosotros también, en concurso numeroso y con grata disposición de ánimo, a olvidar por algunas horas las angustias de la situación espantosa que nos agobia, buscando solaz para el entendimiento y fortaleza para la voluntad en el comercio de las letras o en el cultivo de las artes. Gimnasia provechosísima viene a ser ésta para el espíritu, porque nos descubre regiones inaccesibles, a donde no llegan, ciertamente, las conmociones que hieren y quebrantan el cuerpo, y a donde nos es siempre lícito ir a buscar refugio y refrigerio en las horas tristes del cansancio o del desaliento, precursoras tantas veces de la sombría, de la inerte desesperación. Feliz yo si logro coadyuvar a vuestro propósito, presentando a vuestra consideración una materia digna de atraeros y capaz de dejar grabados en vuestra memoria alguna idea fecunda o algún principio generoso.

Con mirada perspicaz y no pocas veces profunda han registrado desde aquí diversos oradores los anales de la humanidad, buscando en las variadas peripecias del drama de la historia, cuadros y personajes que movieran provechosamente la curiosidad o atesorasen aquilatada enseñanza. Mas, por razones que no he de detenerme en apreciar, ha sido casi siempre la vieja Europa la que se nos ha presentado para materia de estudio, cada vez que hemos procurado recordar cómo ha vivido el hombre o cómo se desarrollan las lentas y complejas evoluciones que dan por resultado el progreso de su cultura, las sucesivas jornadas de la civilización. Hoy me propongo dirigir más cerca la vista. Si Europa es y será siempre nuestra gran maestra para las tradiciones del pasado, germen fecundo de todas las grandezas de lo porvenir, América es, y será cada vez más, el gran laboratorio donde el presente ensaya con los antiguos elementos las nuevas experiencias que han de rejuvenecer, cuando no regenerar, la humanidad. Y si nosotros, por la raza, la lengua y los vínculos políticos, somos un pueblo europeo, por la situación geográfica, por la organización social, por las influencias que incesantemente recibimos y por las aspiraciones que constantemente alentamos, somos un pueblo americano. Los asuntos de América tienen, por tanto, para nosotros, interés inmediato y permanente; y un ilustre americano, cuyo papel literario y filosófico en el Nuevo Mundo será el tema de mi conferencia, va a permitirme en esta ocasión deciros algo de lo que tanto nos interesa.

Aunque las transformaciones sociales aparezcan todas, vistas de un modo inmediato, como obra del hombre, pueden desde luego separarse en dos grupos con caracteres suficientemente distintos, y que parecen sucederse, aunque todavía no sea posible determinar su orden de sucesión. Cambios, en apariencia pequeños, introducen sin ruido, en el agregado social, activos elementos de modificación; prosiguen sin tregua su trabajo invisible, y con el andar del tiempo muestran de súbito a los ojos del observador atento una obra colosal, donde los antiguos sillares han cambiado de asiento y cuya estructura sólo en lo externo conserva señales de la antigua disposición. Otras veces violentas conmociones amenazan derribar todo lo existente, todo lo trastruecan y confunden, y cuando calman su furia, presentan un inmenso campo de fragmentos y escombros que obligan al trabajo y facilitan las reconstrucciones. Pertenece a la primera clase el descubrimiento de América en el siglo XV; y no porque a los doctores de la época se escondiese del todo su importancia, sino porque estuvieron muy lejos de sospechar que aquellos viajes hechos con tan poco aparato, y aquellos primeros establecimientos de puñados de hombres en riberas totalmente desconocidas, iban con el transcurso del tiempo a cambiar la faz de Europa, a llevar por nuevos canales la política de sus estados, y a comunicar nuevo aspecto a la civilización del mundo. La industria, el comercio, la riqueza, la cultura, que durante tantos siglos habían sido patrimonio de los pueblos ribereños del Mediterráneo, comienzan a emigrar más al occidente y a establecer su asiento en las afortunadas costas del Atlántico; la civilización europea pasa, según la clasificación de Carl Ritter, del período thalásico al período oceánico, y no parece sino que centuplica su fuerza a medida que crece el espacio que abarca y domina. Lo que había sido el gran lago enclavado entre Europa y África iba a serlo ahora el mar inmenso que separa dos hemisferios; y las naves atrevidas que comenzaban a surcarlo en todas direcciones, en trueque de los gérmenes de nueva vida que traían al mundo nuevo, volvían cargadas de incontables tesoros, que aumentaban el vigor y la potencia del antiguo. La civilización de los pueblos cristianos, en los momentos mismos en que se agranda y fortalece con la transfusión de la más pura savia de la antigüedad, encuentra ante sí ilimitado campo en que extenderse, grandiosas empresas que acometer, desconocidas experiencias que ensayar: el desprendimiento de porciones numerosas de ciudadanos, la ocupación o la conquista de pueblos extraños por la raza, por las costumbres, por la manera de vivir y regirse; la extensión del Estado a lejanas tierras y a través de mares distantes y apenas conocidos, la emigración y la colonización, en fin, en proporciones y forma hasta entonces sin ejemplo. Cada grupo de soldados, de aventureros o peregrinos va a convertirse en un núcleo de población activa, donde empieza a probarse la vitalidad de sus componentes, para conservar sus propiedades y adquirir las que exigía la nueva adaptación. Se esparcen por el inmenso continente, aislados al principio, débilmente unidos después, coherentes al cabo y mostrando al descubierto la obra de su lento trabajo de proliferación y organización. La cultura europea se ha injertado en el Nuevo Mundo, comienza a florecer, y anuncia ya su próxima lozanía.

Desentendiéndonos de hechos hasta cierto punto secundarios, podemos asentar que la civilización aportada a América por los pobladores europeos reviste dos formas totalmente diversas, y que corresponden a los dos pueblos distintos a que se debe la mayor parte de la obra de colonización: la forma española y la anglosajona. Más familiarizados nosotros con los caracteres de la primera, es de la segunda de la que voy a tratar brevemente, porque importa así al fin y al plan de mi discurso.

Cuando los peregrinos de la Flor de Mayo, cuando los padres desembarcaron en la tierra desconocida de América, que no ofrecía a sus ojos, sino la impenetrabilidad de sus bosques seculares, reconfortaron su corazón, agrupando en torno suyo a la esposa y a los hijos copartícipes de su suerte, viendo a su alcance lo útiles del trabajo que arranca a la tierra el sustento del cuerpo, y elevando al cielo el libro que les servía para poner en libre comunicación su ánimo con el dios que adoraban y cuyas doctrinas eran el alimento de su espíritu. No el anhelo de aventuras, ni la sed de riquezas, ni el fervor de la propaganda impulsaban sus pasos: el ansia de libertad, la sed de reposo, la necesidad de reconstruirse un hogar, donde proseguir, exentos de los obstáculos de viejas preocupaciones y de nuevos fanatismos, la vida tradicional de la patria dejada, mas no abandonada, donde perpetuar las costumbres del buen pueblo inglés, donde ejercitar los derechos del hombre sajón, los guiaban. Un nuevo hogar en la nueva tierra; otro campo más vasto para la actividad pujante de naturalezas vigorosas, y junto al sagrado fuego doméstico, como en la reunión comunal de todos los colonos, el más alto espíritu de sociabilidad inspirándolo todo; la igualdad estableciendo su código de mutuos derechos y deberes, la libertad amparando eficazmente a cada obrero del futuro pueblo, ennobleciendo y fecundando su trabajo. El fermento nunca extinguido del individualismo germano encuentra ahora alimento abundante en las circunstancias excepcionales de aquellas colonias; el espíritu de confraternidad bebido en el Evangelio y depurado por las persecuciones, lo funde en una concepción superior del estado social; el ejercicio no interrumpido de los derechos inherentes a la condición del hombre inglés, encuentra presto las formas en que ha de adquirir vida real ese concepto; y así se van filtrando en las costumbres, en la formación de la familia, en la organización de la comuna, en la constitución de las iglesias, y hasta en las instituciones reguladoras del mecanismo entero del Estado, los gérmenes que un día han de dar por fruto la obra grandiosa, apenas anunciada por el mundo antiguo, sólo bosquejada en el mundo moderno, y hoy ya en plena florescencia, de la democracia americana.

La plena igualdad civil armonizando todos los antagonismos individuales, la identidad de funciones políticas desembarazando el camino a las más varias capacidades, las diversas esferas del Estado girando con amplitud extrema en sus órbitas respectivas, la Constitución, paladión sacratísimo de la vida nacional, venerada en todos los corazones, defendida por todos los ciudadanos, consagrada e inmortalizada por el respeto público, la voluntad, la suprema voluntad de un pueblo libre impulsando hasta en sus menores detalles la máquina complicada de tantos gobiernos regionales aunados para formar el gobierno central de la República; y todo esto frente a los residuos aún visibles de la vieja organización feudal de los estados europeos, de las pretensiones siempre vivaces de los antiguos privilegios, de la separación y pugna de las clases sociales, de la multiplicación y embarazo de todas las ruedas gubernativas, de la centralización capital en provecho de una parte del país o de un grupo de individuos, del capricho, los intereses o las ideas de unos pocos, árbitros del porvenir de la nación. ¡Qué hemos de extrañar, pues, si a los ojos de la vetusta Europa el espectáculo nunca imaginado de esta espléndida fundación, obra toda de la libertad, se presentaba como algo radicalmente instable, cuando no de todo punto fuera de las leyes comunes a la sociedades capaces de realizar armónicamente sus destinos! Viendo coexistir en paz todas las confesiones y respetada la propaganda de todos los sistemas; mirando con extrañeza los ensayos, de nadie contradichos, por llevar a la práctica las más singulares teorías; observando el nuevo espectáculo de una accesión constante de elementos heterogéneos, de hombres venidos de todos los países, y no para trastornar, sino para consolidar el orden de cosas existentes; contemplando, en fin, por vez primera, al hombre en el pleno uso de su actividad, sin cortapisas artificiales, sin impulsiones extrañas, en toda la integridad de su independencia, en medio de sus coasociados y frente a la organización pública, y que lograba realizar por este medio la más perfecta obra de cooperación de que ha tenido ejemplo el mundo, y aliar en la esfera política los dos principios tenidos por opuestos del orden más inquebrantable y de la libertad más entera; los más de los pensadores del viejo continente, sumisos a la rutina y atentos a sus prejuicios, hallaron tan desmentidas sus doctrinas, sintieron confundirse de tal modo sus nociones, que acabaron por no darse cuenta de lo mismo que estaban viendo.

Me bastará aducir un ejemplo bien conocido. Tocqueville quiso explicar al mundo antiguo los fenómenos sorprendentes de que era teatro el nuevo; los estudió sin pasión, ni preocupaciones, y antes con simpatía que con despego; sintió admiración por las sólidas virtudes que han puesto el fundamento de ese colosal edificio civil y político; quedó deslumbrado ante esa actividad vertiginosa que parece desbordarse al acaso y produce con admirable tino y precisión los más seguros resultados, poblando soledades inmensas, improvisando ciudades magníficas, cruzando de vías cómodas, seguras, espléndidas, un continente, haciendo manar a raudales la riqueza, el bienestar, la comodidad de todos los ocultos veneros que los celaban o disimulaban a los ojos del hombre; y, sin embargo, no llegó a una apreciación justa y cabal de las grandes fuerzas sociales que veía en acción; no extendió sus inducciones a la esfera intelectual y moral; quiso sacar deductivamente de unos cuantos principios abstractos el desarrollo total de la vida de un pueblo, y se engañó en sus previsiones. Tocqueville condenó a la sociedad americana a la mediocridad en todas las manifestaciones superiores de la existencia social, le negó la posibilidad de llegar a la alta cultura en el orden de la inteligencia y en el de los sentimientos, la sentenció a la esterilidad en el dominio de la producción artística y de la especulación, atribuyendo a la democracia una fuerza niveladora, funesta a todo cuanto tiende a ponerse de relieve o sobresalir. De entonces acá este juicio ha llegado a ser un lugar común en la pluma de innumerables escritores.

Y, sin embargo, el desenvolvimiento posterior de los Estados Unidos ha sido un continuado mentís a esa sentencia arbitraria. En la esfera de la moral han dado al mundo el espectáculo más hermoso que registra la historia el día en que, a costa del más sangriento sacrificio, llamaron a la vida social a cuatro millones de parias; y un pueblo entero, que había sido su redentor, se aplicó a doctrinarlos y prepararlos para su papel de ciudadanos. En el campo del estudio y de las bellas artes ha sido tan continuo, perseverante y feliz su esfuerzo, que su cultura brilla hoy a la par de la que ostentan los pueblos precursores, herederos de la acumulada labor de tantos siglos. Los centros de la enseñanza superior en los Estados Unidos rivalizan con los primeros de Europa por lo que respecta a la calidad de los estudios, y los superan por la significación y la importancia moral de las instituciones. Lejos de bajarse el nivel de las clases educadas, se ha visto elevarse incesantemente de las capas inferiores a todos los que en ellas tenían aptitud y alientos; y a favorecer y provocar esta ascensión ha tendido y tiende todo su sistema de enseñanza, timbre y gloria purísima de esa democracia.

Para no reducir la demostración de mi aserto a una descarnada estadística, que sería, sin embargo, muy fácil hacer, he querido poner de manifiesto un solo ejemplo, pero de calidad tal, que fuera suficiente por sí solo para traer la persuasión. Voy a considerar bajo sus distintas fases un hombre de letras americano: por su nacimiento, por su educación, por su profesión, por su carácter, opiniones y escritos verdaderamente americano, para ver hasta qué punto el medio social en que creció y vivió, fue obstáculo o provecho al desarrollo de sus aptitudes naturales. Así es como me propongo estudiar a Emerson y sus obras, y me prometo que este estudio nos patentizará el feliz influjo de la democracia en la literatura, y en general en la vida del pensamiento.

Nació Emerson en Boston, centro famoso de cultura en los Estados Unidos, de vieja cepa americana, en una familia consagrada por ambas ramas al ministerio sacerdotal, es decir, perteneciente a una de las clases más morigeradas e ilustradas de la Unión. Todo en torno suyo parecía dispuesto para trazarle un camino recto que lo llevara sin tropiezos ni desviaciones a través de la vida, por esa línea media por donde, en las épocas tranquilas, va sin grandes angustias ni grandes aspiraciones el común de las gentes. Ni exacerbaron, ni embotaron su sensibilidad choques demasiado vigorosos, jamás convenientes en edad temprana, y pudo conservarla intacta, y exquisita—pues así se la había dispensado la Naturaleza—para recibir el benéfico influjo de las cosas buenas, fáciles de encontrar en lo que le rodeaba, y la influencia fecundante de las cosas bellas, que sabría descubrir por genial propensión en los objetos naturales y en las acciones humanas. Comenzó a tiempo el cultivo de su inteligencia accesible, vivaz y profunda, y a prepararse para el servicio de la Iglesia Unitaria, para la predicación y la enseñanza, en el seno de una comunidad religiosa que se distinguía por la elevación de sus propósitos, por la escrupulosidad en la práctica, por la sobriedad y buen sentido de la doctrina, y en su tiempo particularmente por el espíritu filosófico que animaba a sus maestros y por el mérito personal de éstos. Los unitarios estimaban, casi a la par de un dogma, la libertad de investigación y examen, y tenían por bajeza de ánimo retroceder ante las consecuencias de ninguna pesquisa sinceramente conducida. La efervescencia que en el segundo tercio de este siglo agitó poderosamente a las comuniones religiosas de Inglaterra, tuvo su repercusión en esta sociedad de espíritus selectos, que habían comenzado a encontrar demasiado fría, inanimada y mecánica la religión del día, según la expresión de Ripley. La necesidad de buscar solución para sus dudas y apoyo exterior para sus tentativas de reforma, en momentos en que al influjo de las doctrinas de Coleridge comenzaba a declinar el largo reinado de la escuela de Locke, los llevó a espaciar sus miradas por todos los puntos del horizonte especulativo, y la disposición de su ánimo se encontró particularmente halagada por las osadas teorías de los idealistas alemanes y sus imitadores franceses; y de aquí surgió entre los unitarios el trascendentalismo, uno de cuyos principales representantes había de ser por mucho tiempo Emerson. Las dos cualidades que distinguieron esta escuela, frente a las otras profesadas en la Unión, tuvieron singular influencia en la fecundación de su inteligencia: el conocimiento extenso de las literaturas y sistemas filosóficos extranjeros; el racionalismo puesto al servicio de la teología, haciendo de la razón una especie de sentido trascendente, revelador de la esencia divina. Ninguna barrera artificial detuvo, por tanto, sus primeros pasos por el campo de la ciencia, ni la rutina lo embarazó con sus enmohecidos hierros: pudo acercarse a todas las cátedras y oír todos los oráculos; entró en comunión directa con la Naturaleza, y la hostigó con las armas de la experiencia para que le revelara sus secretos, confiado en que al cabo su razón le diría la última palabra del grande enigma que sentía palpitar en su seno inmenso; estudió a los hombres en la hora presente, que consideramos de madurez, y en la prolongada infancia y bulliciosa juventud de la humanidad, buscando el dedo invisible que les traza en el fondo oscuro de la vida la estela luminosa que al parecer los guía; y se preparó para entrar en la liza común, rica la inteligencia, dispuesta la voluntad, con la imaginación bullente, y poseído de plena confianza en su razón, llena para él de revelaciones. Sentíase fuerte y creía; el mundo le hablaba un lenguaje alentador y fortificante; la Naturaleza ponía ante sus ojos un cuadro risueño donde lo pintoresco era solamente la exteriorización de lo profundamente significativo; la sociedad de que iba a ser miembro estaba dispuesta para recibirlo; a nadie preguntaba: “¿de dónde vienes? ¿a dónde vas? ¿qué piensas? ¿qué crees?” Miraba si en las manos del recién llegado brillaban los instrumentos del trabajo, y en sus ojos el propósito de ser laborioso y bueno, y abría camino.

Toda honrada convicción es allí respetada; para toda actividad hay campo y cooperación; para el que sobresale hay aplauso y premio, porque sus servicios han de ser más eminentes. La tarea de la vida resulta así mucho más fácil. Emerson la emprendió sereno y activo. Cuando llegó para él (¿para quién no?) la hora de la duda; cuando en un recodo de la senda, hasta entonces llana, descubrió escabrosidades que no sospechaba y más de un camino para llegar al fin no bien percibido, el alto no tuvo que ser duradero, ni la consulta prolongada: juzgó uno mejor, y lo siguió sin vacilar, aunque cambiando de dirección. Los que lo acompañaban hasta allí, lo dejaron ir y lo siguieron acompañando con su respeto. Ni concebía, ni era fácil concibiera, al hombre digno sin la sinceridad en la palabra y en la acción. Por eso ha dicho y enseñado de un modo tan enérgico: “Di lo que piensas hoy con palabra segura, y di mañana, con igual seguridad, lo que pienses mañana, aunque contradiga todo lo que has dicho hoy”. Cuando llegó el momento, Emerson declaró su contradicción y la demostró con sus acciones. Merece que recordemos el caso.

Ejercía su ministerio, querido y respetado por todos aquellos a quienes edificaba con la palabra y el ejemplo; pero su espíritu continuaba su poderosa evolución, y pronto descubrió que negaba su asentimiento a algunas de las prácticas más antiguas y de los ritos más significativos de su iglesia. Procuró con prudencia y decisión su reforma, pero fue en vano: sus cosectarios permanecieron apegados a lo estatuido. Los convocó entonces, les expuso en términos sencillos y elocuentes su disentimiento, se despidió de ellos con ternura y dejó el ministerio. En mis funciones de ministro cristiano—les dijo—es mi deseo no hacer nada que no pueda hacer de todo corazón. Con deciros esto, os lo he dicho todo”. Palabras admirables que nos descubren al hombre y nos pintan todo un estado de civilización.

En el gran conflicto nacional que puso a prueba el temple y los sentimientos de tantos millones de ciudadanos, y que, sobre todo, a ninguno dejó indiferente, en la ardiente campaña abolicionista que precedió a la tremenda guerra de liberación, Emerson estuvo en primera línea entre los precursores. Años antes que Channing, abrazó públicamente la causa del esclavo, y en medio de las pasiones concitadas por la audaz tentativa de John Brown, durante su prisión y ante su patíbulo, su voz se levantó en favor del mártir, y comenzó a demandar el veredicto que tardíamente había de honrar su memoria. Combatió a Webster en el apogeo de su popularidad, y protegió a Enriqueta Martineau, perseguida y casi odiada. Fuera de estos casos, que nos descubren la parte considerable de su corazón y de su inteligencia que daba a sus deberes de ciudadano, su acción sobre sus compatriotas tomó otros canales, y su vida entera presenta un cuadro dulcemente iluminado, donde los colores se juntan armónicamente para no fatigar la vista ni entorpecer el espíritu. Vivió domésticamente, en un hogar perfumado por los más suaves afectos, compartiendo su amor y sus cuidados entre su madre, la más blanca, dulce y conservadora de las mujeres, su esposa Lydia y sus hijos, atento a sus negocios, que florecieron gracias a su asiduidad y pericia, dando pruebas cotidianas de sus dotes de hombre práctico y conocedor del mundo, y a la par que consagrando a la especulación buena parte de su tiempo, amando la naturaleza y disfrutando de sus encantos, comunicándose casi diariamente con los demás hombres en la forma más elevada, dándoles lo mejor de su rica y pura inteligencia en escritos llenos de vigor y fantasía, patentizando así que en su privilegiada organización se aliaban casi por modo igual lo especulativo con lo práctico, la imaginación y la sagacidad mundana. Nada más natural, por tanto, que la influencia considerable que fue paulatinamente adquiriendo en el público americano, para trocarse al cabo en duradera y entusiasta veneración,

Su mérito no se impuso desde el primer momento, ni su fama surgió radiosa en un día; sino que fue semejante al Sol, que despunta pálido entre celajes, pero a medida que asciende en la bóveda azul y se van extendiendo sus tibios rayos, se descubre más esplendoroso, hasta que, deshechas las nubes matinales, se muestra en toda su gloria y esparce desde el cénit el calor, la luz y la fecundidad.

Los que no conocen sino de oídas esa sociedad que parece agitarse sólo en pos de la posesión de los bienes materiales, y cuya actividad vertiginosa a ninguna otra es comparable, no comprenderán fácilmente la duradera influencia en ella de un escritor de temperamento eminentemente poético y de índole mental del todo especulativa. Pero hay que mirar el fondo de las cosas y descubrir que el acuerdo de Emerson con su raza y su pueblo era a todas luces perfecto. Hay muchos lados de la vida del hombre sajón llenos de singular poesía: los hombres de las razas germánicas gustan apasionadamente de la comunicación con la naturaleza; la diversidad de aspectos que les presenta, contrasta con la monotonía de la vida urbana; así es que esos infatigables trabajadores de la ciudad hacen voluntariamente dos porciones de su existencia, y dan la una al descanso en el campo, al ejercicio corporal al aire libre o a la meditación profunda, lejos del bullicio malsano de las multitudes. Ésas son las horas en que llega a ellos la voz querida del autor favorito con una nueva emoción o una nueva enseñanza, y en que a la evocación del artista o del filósofo preferido, cobra cuerpo a sus ojos un ideal de vida. Estos hombres prácticos usan más que otros algunos de las teorías, y este pueblo prosaico tiene el amor intenso del ideal. Y si el escritor que les habla periódicamente es producto legítimo de su sociedad, y de ella extrae los elementos, la sangre y la vida de su inteligencia, donde no hacen sino depurarse y cobrar forma más armónica y sugestiva, el mentor comienza por ser el amigo de las horas de reposo y acaba por ser el oráculo de todos los momentos.

Entre los escritores americanos pocos han realizado tan completamente este tipo como Emerson. Es tiempo de que lo veamos en su estilo y en sus obras, en su manera de concebir los grandes problemas que nos proponen nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia, y en su manera de presentarlos y resolverlos.

Cuando abrimos un libro desconocido, lo primero que nos impresiona es el modo de decir del autor. Es su primera revelación, lo primero de su ser íntimo que nos pone en aptitud de apreciar; y según que sea descuidado o correcto, apacible o enérgico, vulgar o afecto a innovaciones, así es la fisonomía que provisionalmente le atribuimos. Por el estilo nos cautiva o nos enoja un autor: después que nos ha retenido por el encanto de su palabra, es que nos mueve, nos agita o nos enseña. El estilo de Emerson nos dice, desde luego, quién es el pensador a que pertenece. Difícil sería dar, al que no conozca sus obras, idea del carácter peculiarísimo de un escritor que, en odio a todo lo impuesto y convencional, sorprende a cada paso con los más extraños contrastes de concepto y expresión, y es alternativamente luminoso y oscuro, vulgar y sublime, metafísico y escéptico, pero siempre grande y original. Pertenece a una raza de pensadores que ha dado pocos tipos a la literatura universal, mas a cada uno de los cuales hay que señalar lugar único y exclusivo. Como Juan Pablo Richter, como Carlyle, piensa Emerson tan profundamente, y es al mismo tiempo tan vasta su concepción, que los moldes comunes del lenguaje usual le vienen forzosamente estrechos, y su estilo se sobrecarga de tal suerte de matices y alusiones, los símiles y metáforas ahogan de tal modo el recto sentido de la frase, hay un gasto tal de imaginación y erudición en sus conceptos, que el primer efecto producido por su lectura es en realidad el deslumbramiento. Pero debajo de esta forma brillante y aun afectada en demasía, se revela un espíritu tan perspicuo, una reflexión tan sostenida sobre todos los grandes problemas humanos, y una sensibilidad tan exquisita, simpática y generosa, que no es posible sustraerse al encanto, y acaba el lector por confesar que al concluir aquellas páginas elocuentes ha visto más y más lejos, ha sentido más y mejor.

Las formas preferentes en que nos ha comunicado Emerson sus ideas sobre el mundo, el hombre y las sociedades, fueron las más populares en la literatura inglesa: el ensayo, de más cortas dimensiones, menos solemne y regular que el tratado, pero capaz de la misma profundidad y susceptible de agotar un asunto, que puede presentar a todas luces y revestir de todo el atractivo de lo variado e imprevisto; y la lectura o conferencia, donde, con todos los recursos patéticos de la oratoria a su servicio, puede el autor al mismo tiempo conservar el tono, los giros y la libertad de la plática familiar. Gustaba de condensar la tardía labor de sus prolongadas meditaciones en pocos párrafos, y de fijar en una o dos frases rápidas y luminosas el producto momentáneo de su poderosa intuición de todo lo que era notable o significativo en cuanto lo rodeaba; por esto era refractario al paciente esfuerzo de una composición dilatada, y como se comunicaba además con un público diariamente impresionado por las novedades de todo orden ocurridas en el mundo entero, le era necesario tocar los más variados asuntos con la mayor concisión y lucidez.

Por eso bullen en sus páginas pensamientos que traducen la gama más extensa de impresiones que cabe concebir, y han podido sus admiradores extractar de ellas sentencias o aforismos para servir de lectura provechosa en cada uno de los días del año; de tal modo que responden a los problemas que puede plantearnos la vida o a las situaciones en que pueden colocamos las circunstancias. Escribió también poesías, ricas de sentimiento y originalidad, pero cuya forma métrica resulta violenta, cubriendo de cierta oscuridad tanto el fondo como la expresión. A la marcha libre y apresurada del ensayista no convenían las trabas del versificador.

La enumeración completa de las obras de Emerson sería aquí enojosa e inoportuna. Me bastará considerar someramente su concepción general de las tres grandes esferas de la realidad que pueden ser objeto de nuestras meditaciones, y los libros en que más particularmente las desarrolló.

En el orden de prioridad objetiva, así como en el orden cronológico, la primera obra de Emerson es su largo ensayo sobre la Naturaleza.

En su apacible y pintoresco retiro de Concord, bastante lejos de los hombres, para disfrutar en paz del comercio reconfortante de las cosas naturales, y bastante cerca de ellos y de sus obras para que el aislamiento no se emponzoñara con los dejos amargos de la misantropía, escribió estas páginas impregnadas de una dulce y profunda satisfacción por los dones de la vida. Testigo perspicaz y casi inspirado del invisible trabajo que renueva lentamente el mundo, y de la circulación misteriosa que hace vibrar y palpitar la vida en su seno, cree descubrir la ley suprema que liga y enlaza el átomo intangible a los astros inmensos, y colocando al hombre en medio de tantas maravillas, para que la descubra y contemple, se complace en enumerar todos los aspectos de esta grandiosa investigación, y en reproducir todos los cuadros en que puede compendiar armónicamente el cosmos la mente humana. Bella, noble, magnífica es a sus ojos la Naturaleza, pero no desierta, sino animada por la presencia del hombre que la escudriña, la posee, y aplicándole las fuerzas reconstructivas de su inteligencia, la hace significativa y la eleva a la completa hermosura. En una división llena de originalidad nos presenta las cuatro grandes categorías que comprenden todas las fases de esta incesante comunicación del sujeto y el objeto. El hombre hace uso de la Naturaleza para su comodidad, y la convierte en el granero abundante donde recoge los frutos que apaciguan la necesidad y regalan el gusto, en el retiro inviolable donde encuentra descanso y se reconforta el cuerpo fatigado, en el campo de acción donde ejercita y templa sus fuerzas para la noble labor que lo dignifica, en el teatro de todas las hazañas que lo elevan, en el pedestal donde se sienta a remontar su espíritu limitado hasta la concepción deslumbrante del espíritu universal. Encuentra el hombre en la Naturaleza la belleza, y los límites de las cosas parecen extenderse ante su vista; percibe nuevas fases en los objetos, secretas concordancias, relaciones imprevistas que acercan lo disímil, y una armonía inesperada reina en medio de la aparente confusión, y el alma compenetra fácilmente lo múltiple y lo infinito. Así fecundada, siente la necesidad de producir y crea un nuevo mundo, compendio regular, y en cierto modo más perfecto del objetivo, el mundo del arte. Pero la belleza no es más que preparación y buena disposición para más altos fines: las cosas naturales adquieren para el hombre, ya en una escala superior, un lenguaje, una significación. Lo bello es el ropaje exterior: por espléndido que sea no pasa de la superficie. En el fondo de la universal movilidad hay la revelación última de lo permanente: lo simbólico de los objetos se nos patentiza, el mundo nos habla su lenguaje y nos revela la gran ley de unidad emanada del espíritu único. El hombre y las cosas desaparecen fundidos en la esencia eterna, en el todo uno. Todo es frío, todo yace inerte si no traduce para nosotros una partícula siquiera de esa verdad suprema. Pero la idea brilla y se descubre hasta en el objeto al parecer más insignificante, y la misma Naturaleza ofrece al hombre los medios de llegar por una fructuosa disciplina a la intuición, a la visión interna de estas sublimes interioridades. Amaestrada la actividad, esclarecida la inteligencia, bien dispuesta la voluntad, la razón humana tiene a su servicio las fuerzas necesarias para penetrar el misterio del mundo, animar la materia, imponerle su sello y patentizar su unidad con la esencia divina, creando en sí y fuera de sí el orden, la belleza, la virtud, la heroicidad; para realizar, en una palabra, el ideal, para encarnar la idea. Así surge y asciende hasta la cúspide del pensamiento de Emerson el idealismo que lo inspira, le da tono y carácter. La Naturaleza unida íntimamente con el espíritu, puesta al servicio del espíritu, embellecida, perfeccionada, creada, en fin, por el espíritu.

Las doctrinas de Emerson respecto al hombre, su origen, su organización y destino, a la repartición del bien y del mal en su vida, a los fines de su actividad y el carácter que lo distingue de los demás seres, no están contenidas en una sola obra, sino esparcidas por todas, aunque más especialmente en sus dos series de Ensayos y en su Conducta de la vida. Porción nobilísima de la Naturaleza, en la que llegan a feliz término las ideas o tipos bosquejados en los seres inferiores, el hombre dotado de la razón escrutadora, que lo eleva a la penetración de los fines últimos, está todo dispuesto a la acción, y sólo puede subsistir y mejorar por la acción. Por ella la suma de los bienes y males con que tropieza se equilibran; mediante ella toma posesión de la parte amplísima que le corresponde en el dominio de la Naturaleza; conserva íntegra su personalidad contra todas las fuerzas que tiendan a menoscabarla; mantiene su rango de igual entre sus semejantes, y viendo sus frutos, la obra de su esfuerzo, llega a la “plena seguridad de su poder, que lo hace inaccesible a todos los reveses y capaz de todos los heroísmos. El individualismo, que constituye el nervio y la seguridad de las democracias, no ha tenido jamás intérprete más elocuente. Pero esta doctrina que bulle y se transparenta en toda la obra de nuestro autor, que le es congénita, por decirlo así, porque se la inspiraba su medio, no es la preferida y consentida por su espíritu, amoldado desde temprano a otras ideas. El idealismo es su aspiración y su norte, y como hay regiones oscuras donde todo idealismo converge al panteísmo, y en ellas los espíritus no prevenidos

no tardan en ver como cobra cuerpo y se agiganta el espectro del fatalismo, negación de toda teoría individualista, no debemos extrañar que cuando estas teorías acerca del hombre van a buscar su corolario en sus principios acerca de la sociedad, resulte una concepción manifiestamente contradictoria, que niega al cuerpo social el poder evolutivo, y pone en ciertos individuos una fuerza superior y oculta que determina el movimiento de todo el agregado: el fatalismo encarnado en los grandes hombres; la teoría de los hombres providenciales rejuvenecida y exornada con toda suerte de galas y amplificaciones. Para Emerson el grande hombre es el que vive en esas elevadas regiones del pensamiento a donde sólo se aproximan con dificultad suma los demás mortales. En ellas están los que merecen ese dictado en unión permanente con el ser que todo lo ve, todo lo penetra y todo lo mueve, y así pueden traducir en sus obras o en sus acciones los distintos aspectos de la esencia suprema, y son excepcionalmente grandes por la inteligencia por el carácter, o por la actividad; presentan a sus semejantes los tipos que deben imitar, y arrastran en pos de sí a las generaciones. Entre ellos no hay prioridad: el conquistador y el filósofo, el poeta y el legislador, el inventor y el profeta, son revelaciones diversas de una sola manifestación, la del ser universal en los seres particulares: representan en compendio la humanidad inspirada y dirigida por la suma razón en ella inmanente.

Esta teoría, bellamente desarrollada, está contenida en el libro más original y característico de Emerson, Los representantes de la Humanidad  (Representative men). Desde el punto de vista doctrinal puede aseverarse que viene a ser el desenvolvimiento de esta sentencia de su grande amigo Carlyle: “La historia universal no es sino la historia de los grandes hombres que han trabajado sobre la Tierra”. Tesis a todas luces falsa, porque desconoce por entero las leyes que rigen la organización y evolución de las sociedades, y que explican, por el concurso de fuerzas cósmicas, étnicas y psíquicas, la aparición de esos individuos eminentes, producto, antes de ser causa, del progreso social. Pero libro singularmente extraordinario, y de interés vivísimo para el lector de Emerson, porque nos descubre los diversos faros del horizonte de la historia en que se fijaban de preferencia sus miradas, no contentas con menos que con recorrer y escudriñar todo el campo de la actividad humana, y los variados caracteres a que consagraba su veneración entusiasta. Influido unas veces por las teorías que hemos expuesto, y dócil otras a su humor y a sus gustos, tenía y presentaba por tipos ideales en sus respectivas esferas, a Platón, precursor de la investigación libre, y a Napoleón, verdugo del pensamiento humano; a Swedenborg, perdido en vertiginoso vuelo por las regiones inaccesibles del misticismo, y a Montaigne, adelantándose con seguridad y prudencia por la tierra firme de la observación discreta del mundo y de la especulación metódica y voluntariamente limitada. Para él desaparecían esas contradicciones en la íntima unidad de su concepción de la vida social.

No es posible negar que sólo un espíritu muy libre de prejuicios y muy desdeñoso de las preocupaciones es capaz de elevarse a esas alturas, donde se borran las eminencias, y los terrenos más quebrados aparecen como extensas llanuras; pero no es en esta obra, consagrada a demostrar una tesis, donde la generalidad de los lectores podría convencerse de que tal era el espíritu de Emerson. Un libro escrito con motivo de su segundo viaje a Inglaterra, English Traits serviría mucho mejor a este propósito. Es curioso ver a este puro americano, a este hombre todo moderno, en medio de esa vieja sociedad tan sólidamente asentada en sus antiquísimos sillares, sobre los que no teme, sin embargo, elevar las más nuevas construcciones, sintiéndose extraño a ella por sus hábitos más geniales, por su modo de ver los problemas políticos, por su manera de entender la vida, y sintiéndose atraído a ella por los mil secretos lazos del común origen, de los sedimentos de las creencias religiosas, y por las líneas generales de la concepción de la existencia social. Mucho encuentra censurable y lo censura; mucho loable y lo aplaude. Su vista perspicaz va al fondo de las costumbres, las instituciones y los rasgos de carácter, y separa en todo los elementos puros de las escorias; su juicio no se deja seducir por la grandeza, ni engañar por las apariencias brillantes, pero tampoco extraviar por las diferencias locales, ni menos sorprender por los disentimientos accesorios; por eso el balance final, que resulta al cabo favorable a la vieja tierra normandosajona, aparece marcado con un sello de inestimable imparcialidad. Y no es posible leer sin enternecimiento el saludo final con que el ciudadano de la libre América se despide del antiguo hogar donde creció su raza y se incubaron sus tradiciones: “Dios te guarde, madre de naciones, le dice y nunca más noble frase ha consagrado un hecho más trascendente en el dominio de la historia. El mayor y más merecido elogio que ha obtenido Inglaterra, lo debe a los labios y al corazón sinceros de uno de sus descendientes emancipados.

En cuanto a la contradicción fundamental que he señalado, en la teoría de Emerson, entre su idealismo y los principios individualistas de que es constante intérprete, entre la equivalencia en naturaleza y dignidad que reconoce en todos los hombres, y la supremacía absoluta de que dota a los héroes de la acción o el pensamiento, aunque irreductible para un sentido crítico escrupuloso, desaparece o se atenúa en el resultado general de sus escritos sobre la masa del público, por el predominio, quizás involuntario, pero real, de la tesis individualista. Este metafísico, este idealista, casi místico a las veces, no cesa de preconizar, de santificar la independencia de carácter, y como su consecuencia, la acción. “Confía en ti mismo, bástate a ti mismo, obra por ti mismo”. Éste es el consejo que recibe del maestro querido el pueblo americano. La lección que le da oscuramente cuanto lo rodea, brota elocuente y luminosa de esos labios sinceros. “Una acción es el perfeccionamiento y la manifestación del pensamiento”, dice unas veces; “los buenos pensamientos—añade otras—no valen más que los buenos sueños si no se ejecutan”; y así incesantemente. Es en medio del flujo y reflujo de esa masa inmensa de hombres que parece expuesta a veces a perder su maravilloso equilibrio, la voz incesante que avisa a cada cual que es algo más que una unidad perdida y sujeta en un agregado coherente, la que le enseña que tiene también su derrotero propio, y que le es lícito aspirar también a la consecución de un fin individual. Y así, conservando intactas las fuerzas del individuo, contribuye mejor y más completamente a la coordinación total. Siempre la independencia, nunca el aislamiento: siempre la acción, nunca la inercia, jamás el desaliento. Cuando más que nunca parece el individuo expuesto a ser triturado y deshecho por las potentes masas del mecanismo social, cuando en la lucha por la vida ya no parece nada la competencia de los individuos en comparación de la competencia tremenda de los pueblos; cuando un grito de guerra salvaje parece elevarse en todos los ámbitos de la tierra habitada, y es la industria guerra entre el obrero y el capitalista, y guerra el comercio, entre el mercader aislado y las poderosas compañías, y guerra el cultivo de la inteligencia, puesta al servicio de todas las obras de destrucción, y se ve caer sobre las sociedades una atmósfera plomiza que infiltra hielo mortal en los corazones más denodados, y las enseñanzas del pesimismo, profesadas en la cátedra y en la plaza pública, enervan las fuerzas y paralizan la voluntad; no hay, no puede haber tarea más sana y fortificante que la de esta filosofía que arma al individuo con sus propias armas, lo reintegra en la posesión de su personalidad que amenazaba perderse, y lo mantiene en pie con el corazón entero contra todos los embates, cuando no lo impulsa por la vía de todas las conquistas, de todos los progresos.

Ésta es la filosofía duradera en las obras de Emerson; ésta la que conviene a un pueblo, donde no existen, o existen poderosamente mitigadas, las causas que entretienen y vigorizan el pesimismo en otros países, en el mayor número de las naciones coetáneas. A su medio social ha debido Emerson los más de los caracteres a que debe su valor eximio: su poderosa originalidad, que inmortalizará sus obras y que le presta una personalidad tan eminente entre los escritores sus contemporáneos; la seguridad de su crítica, que jamás se ladea según el viento de la opinión o del interés; la libertad de acción con que escoge sus asuntos, con que lo penetra todo y lo dice todo. Y estas cualidades, a la vez morales y literarias, son las que han de florecer en toda democracia, las que han de dar tono y color a sus producciones, las que han de hacer que sobresalgan sobre el nivel convencional en que se ha supuesto que se estancarían. Ni puede ser de otra suerte: la democracia es la fórmula más perfecta en que se encarna, para el régimen interno de los pueblos, la libertad; y la libertad, que ennoblece el trabajo, hace de todos los asociados obreros; y la libertad, que asegura la equitativa distribución de lo obtenido por el propio esfuerzo, estimula a todo perfeccionamiento y hace posible toda honrosa competencia. Del concurso eficaz e incesante de tantas actividades resulta un progreso general e incesante, cuya última y más hermosa florescencia ha de ser la moralidad superior y la plena cultura.

¡Libertad! ¡Dichosos los pueblos que la aman y la poseen, que saben obtenerla y conservarla! ¡Mil veces infortunados los que sólo teóricamente la conocen y estiman! Por ella deben ser todos sus votos; hacia ella deben tender todos sus esfuerzos.

Conferencia pronunciada en el Liceo de La Habana, el 13 de marzo de 1884.

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