uanto el pueblo heleno, tan prendado de la belleza física y de las gracias del espíritu, había sentido y comprendido acerca de este sentimiento vivaz y poderoso que aproxima y confunde en una superior unidad a los individuos disgregados, atenuando los antagonismos y borrando las diferencias, encuentra nueva exposición y más perfecta forma en la pluma del discípulo de Sócrates. Encerrando, según acostumbra, sus enseñanzas en un diálogo entre varios interlocutores, va exponiendo, a tenor del papel más o menos claramente simbólico que les atribuye, los diversos aspectos en que sucesivamente considera el amor, para que no escape ninguno a su consideración, y agotado el análisis, pueda el lector recomponer la síntesis más adecuada a sus impresiones. Platón posee sin duda sus conclusiones; pero también, como suele, no se cuida de expresarlas, limitándose a sugerirlas. Una vez más procede antes como artista que como maestro. Necesario nos será, por tanto, oír a cada uno de sus interlocutores, para conocer todo el pensamiento del filósofo. Pero previamente debo indicaros el motivo con que los reúne. El poeta trágico Agatón ha obtenido un triunfo escénico y lo solemniza con un banquete, que han de amenizar la música, el canto y sobre todo las pláticas animadas y hasta las disquisiciones filosóficas. Llegada la hora, propone uno de los comensales dar de mano a los entretenimientos fútiles y consagrar la velada al elogio del amor, que han de hacer alternativamente los circunstantes. Seis de sus discursos traslada Platón, y de todos os he de ofrecer un ligero resumen. Habla el primero Fedro que representa a la juventud dada a las ocupaciones serias, a la preparación laboriosa de una vida activa: elogia al amor porque es el más antiguo de los dioses, pues ni los poetas ni los autores de teogonías han podido determinar su origen, pero sobre todo por las virtudes varoniles que infunde en el pecho de sus adeptos, porque les enseña la heroicidad y la abnegación: un ejército compuesto de amantes, afirma, sería invencible, y la ciudad que lo poseyera sojuzgaría la tierra. Pausanias, que simboliza la ancianidad reflexiva y benévola, acepta este elogio, pero distingue dos clases de amores: el inspirado por apetitos bajos y vulgares, el que van en pos de la Venus Polimnia, y el que busca los objetos superiores, lo más noble y exquisito de la Naturaleza como el fin a que tiende, el que sigue a la Venus celeste, a la Venus Urania. Termina indicando que sólo entre los hombres es posible el amor verdadero, el cual lleva al cambio de mutuos servicios, en vista de un gradual perfeccionamiento del amante y el amado. El médico Eriximaco, la ciencia que universaliza, se eleva a consideraciones más generales: establece que el amor es la armonía de los contrarios y su imperio abraza la Naturaleza. Siguiéndole por este camino, para completar su doctrina, Aristófanes, que nos representa aquí el sentido humorístico, asienta que en el amor lo semejante busca lo semejante; y lo confirma con un ingenioso mito, según el cual los seres humanos fueron en un principio dobles, pero, separados más tarde en dos porciones por Júpiter, que quiso castigar su soberbia, les quedado de su primitivo y perfecto estado un insaciable deseo de encontrar aquella mitad perdida, con cuya unión solamente lograrán realizar de nuevo la integridad de su ser; por lo que el amor es la tendencia constante a la unidad. Agatón, que personifica a la poesía, habla con maravilloso lenguaje y grandilocuente estilo de la naturaleza y los beneficios del Amor, el más joven, el más bello, el más tierno, el más delicado, el más justo, el más fuerte y el más hábil de los dioses. El más joven, porque busca de preferencia los mancebos; el más bello, pues anda perdido tras la belleza; el más tierno, puesto que inspira todo blando afecto; el más delicado, ya que pone su asiento en el corazón de los mortales; el más justo, porque abomina toda violencia; el más fuerte, porque a todos los seres domina; el más hábil, como que ha sido el primer artífice y maestro de las invenciones humanas. Por él se han aproximado y reunido los hombres, la vida social se ha pulido y ha alcanzado la humanidad su pleno florecimiento. El panegírico ha tocado a su término. Éste es el momento que escoge Platón para darle la palabra a Sócrates, en cuyos labios pone siempre las más bellas y profundas lecciones de su sabiduría. El filósofo comienza rebajando lo que pueda haber exagerado en esos elogios. El amor no es un dios, pues de serlo, poseería todas las perfecciones y ninguna apetecería, cuando es de su esencia sentir un incesante apetito por todo lo perfecto. Es un ser intermedio entre los dioses y los hombres, hijo de la abundancia y la necesidad, por lo que de todo carece ya todo aspira, sirviendo de aguijón a los mortales para conseguir lo bello y lo bueno. Constantemente desea, pero desea para poseer, y posee para producir. Su objeto es la fecundación en el cuerpo y el espíritu, en vista de la elevación de los seres, de la perfección, del progreso indefinido, de la inmortalidad. En su ascensión eterna, comienza por fijarse en un cuerpo bello, pero ésta no es más que su iniciación: de aquí pasa a considerar y amar la belleza corpórea, en lo abstracto. Así preparado y dispuesto, el amor se eleva hasta la belleza de un alma, que lo fecunda y hace capaz de la contemplación de la belleza espiritual, de la belleza absoluta, en la cual se funden el bien supremo y la verdad completa. En estas sublimes regiones del espíritu está poseído de inextinguible ardor por la posesión del saber, por el ejercicio de la virtud y por la comunicación de la belleza infinita que contempla y comprende. El hombre que, inspirado por este amor excelso, posee la ciencia suma, la ciencia de lo bello, participa de todas las virtudes y las engendra en los demás; su vida es verdaderamente feliz; llega a ser en la Tierra la imagen viviente de los dioses.
Aquí termina la parte expositiva del diálogo. El autor, con arte exquisito, ha ido poniendo a nuestra vista el sentimiento que analiza bajo múltiples aspectos, su lado heroico; su lado moral, cosmológico, social, poético y metafísico, aparecen sucesivamente bañados de luz. Parece que deja agotado el asunto: no es posible sustraerse al encanto de su estilo límpido y luminoso, ni dejar de admirar la majestad serena de su pensamiento, cada vez más remontado, más distante de las cosas terrenales. Y, sin embargo, esta obra maravillosa no satisface al lector moderno, que descubre en todo ella un insubsanable vacío. Diríase una de esas ánforas magníficas, prodigio de la cerámica, donde el pincel de un Nicóstenes o de un Eufronios a trazado delicadamente las más bellas concepciones de su arte. Todo en ella es encanto de la vista: la tocáis, os da un sonido falso; os acercáis a mirarla, no tiene fondo. En este diálogo admirable, consagrado al amor, falta la mujer.
Y no hay que extrañarlo, porque, dada la constitución de aquellas sociedades, sus costumbres y sus ideas, así debía resultar naturalmente. Aquellos maravillosos artistas y sutiles filósofos adoraban la fuerza y desconocían completamente la noción de la igualdad: todo ser débil era un ser inferior, y por tanto oprimido. ¡Ay de las razas vencidas! ¡Ay de la mujer humillada por la naturaleza y por la ley! En el orgullo de su incontestable superioridad llegaban a considerar la esclavitud de los pueblos autóctonos y la tutela perpetua de la mujer como una forma de protección; por tanto, como un beneficio. Levantar e igualar por el respeto al individuo humano, en obsequio a su naturaleza superior y susceptible de generación y reforma, hubiera sido para ellos idea quimérica y absurda. El caído quedábase postrado cuando no se le aniquilaba en el acto. Para los helenos la mujer era radicalmente inferior, en el cuerpo y el espíritu. ¿Cómo había de ser el objeto preferente de ese sublime sentimiento, capaz sólo de enlazar y estrechar las almas superiores? Esto nos explica el papel secundario de la mujer en la literatura griega, y esa ausencia casi completa del amor como lo concebimos los modernos, que obligó a decir a Fontenelle que los antiguos no poseían la ciencia del corazón. Abramos sus épicos, sus trágicos, hasta sus líricos: en todos la misma deficiencia. Recordemos el episodio más tierno que contienen las obras de Homero, el encuentro de Héctor y Andrómaca junto a las puertas de Sceas: la joven esposa acongojada, seguida de la nodriza que lleva en brazos al infante Astyanas; el héroe se sonríe a la vista de su hijo, y se enternece al pedir al rey de los dioses que le infunda valor y le conceda mayor renombre que a su padre. Mas cuando vuelve su pensamiento a la bella Andrómaca, es sólo para representarse con orgullo y tristeza que quizás la que ha sido su compañera, y princesa entre los habitantes de Ilión, vaya a ser esclava en las moradas de un argivo y a tejer con sus manos delicadas la tela que ha de revestir un soldado vencedor. En el teatro de Esquilo no figura el amor, y cuando Sófocles presenta sus más bellos y delicados tipos femeninos, como Electra o Antígona, los anima con los afectos de la piedad filial o del cariño maternal, llevados a veces hasta el sacrificio, nunca con la pasión avasalladora que para nosotros personifican Julieta o Porcia. Y esto es de tal suerte, que todavía en Eurípides, el revolucionario entre los trágicos griegos, Aquiles, detenido por Clitemnestra, la represente con estas palabras: “Déjame porque no sería decoroso que me detuviese a conversar con mujeres”.
Necesario sería llegar hasta los escritores de la decadencia, a espíritus cultivados en otras ideas, en medio de otras costumbres y de distintos países, nutridos con otras doctrinas, como Teócrito entre los poetas o Plutarco entre los filósofos, para encontrar algo del sentimiento moderno. Y tan continuada y profundamente van modificándose las opiniones; cambia de tal modo con el transcurso de los siglos y las innovaciones sociales el papel de la mujer, que a poderla seguir en las manifestaciones de la vida mental, os hiciera ver la más curiosa transformación, mostrando como a la entrada de los tiempos modernos, el platonismo místico del Dante simboliza el amor en una mujer; aquella Beatriz copia de toda gentileza y hermosura, que no puede contaminarse atravesando las regiones infernales, pero que acompaña en espíritu al poeta en su peregrinación por la ciudad del eterno dolor, hasta que lo recibe al salir del Purgatorio, para franquearle el ascenso a las mansiones donde moran la luz increada y la eterna felicidad. Viérais también el platonismo poético de los petrarquistas y la galantería sentimental de los trovadores divinizando la beldad, y la galantería cortesana del Renacimiento elevando altares al ingenio y la gracia femeniles, y el sentimentalismo naturalista de la Revolución y sus precursores conduciendo a la mujer al templo de la Naturaleza para proclamarla por vez primera la igual del hombre, sacerdotisa también del gran culto universal.
Pero no podemos detenernos tanto, y es fuerza que vengamos a nuestros tiempos, donde ha culminado en realidad la reacción a favor de la mujer, para considerar el otro libro de que me propongo hablaros y que le está especialmente consagrada. Su asunto, ya lo sabéis, es el amor, y su primera y última palabra, están dedicadas a la mujer. Esto basta para probarnos cuán completamente ha cambiado el punto de vista. El amor recobra en modo sus proporciones naturales, mas por otra parte su importancia social se acrece en tales términos, que no hay problema de cuantos presenta la extraordinaria complejidad de la vida moderna que no se enlace con él, demostrando su influjo prepotente en todo lo que concierne al trato y comunión de los hombres. Sin la familia no existen ni la comuna, ni la ciudad, y éstos son el núcleo del Estado. El sentimiento que crece y mantiene la primera, se transforma, pero subsiste en esencia para crear y mantener las unidades superiores y más comprensivas. Si las aguas que unen su caudal para formar un anchuroso río brotan de fuentes puras y cristalinas, cristalinas y puras continuarán en su dilatado curso. Purificad el hogar por el amor, y habréis depurado las costumbres públicas, que darán en su día cumplido testimonio de las más altas virtudes cívicas. Tal familia, tal ciudadano; al suave calor del hogar se acendran las almas de los varones fuertes que salvan la patria en el foro y en el campo de batalla.
Michelet, el historiador poeta, que con mirada tan amorosa y penetrante ha sondeado la vida de las edades que pasaron, ha visto con intuición clarísima dónde está el peligro de la existencia febril, agitada, casi exclusivamente pública del hombre de nuestros días; lo ha visto arrastrado por el torbellino de los negocios o de los placeres, del agio o de la política, y cada vez más distante del punto de partida, de la familia, que es la calma y el reposo, la fuente rejuvenecedora, la verdadera fuente de vida y actividad. Por eso escribió, no un idilio, sino un libro de reforma social. La piedra angular de la familia es la mujer, que impera y prolonga su imperio por el amor. Pidió sobre ella su parecer a la ciencia, y la ciencia le ha presentado un ser sagrado por sus funciones, más que todos amable por su misma debilidad; misterio profundo de la naturaleza, ante el que debemos detenernos con religioso respeto. La mujer viene al esposo tierna, débil, sin cultivo. A él le toca fortalecerla, sin agotar las fuentes de su sensibilidad exquisita; a él le toca instruirla en la ciencia de la vida, sin ajar la flor de su inteligencia virginal. Ella le pagará en tesoros de amor sus cuidados y su respeto; y en medio de los combates tumultuosos de la existencia, cuando más arrecie el peligro y más se condensen las sombras del horizonte tenebroso, podrá volver seguro la vista hacia atrás, y verá brillar entre las tinieblas la luz amorosa que mantiene siempre encendida su compañera vigilante, como faro salvador para todas las borrascas. Allí está el puerto: abrigo seguro, nueva fortaleza. En la comunión constante de un pensamiento viril, que fecundiza, y una inteligencia inexperta, ávida de recibir el polen prolífico de toda noción luminosa, ha de encontrar el amor eternos incentivos y la verdadera y espontánea de dos seres tan diversos por las cualidades del cuerpo y del espíritu ha de formar esa unidad superior que contempló el filósofo y ha evocado fervorosamente el moralista. El hombre habrá puesto la fortaleza, la actividad, la costosa experiencia de la vida: la mujer habrá aportado, en cambio, ternura, laboriosidad y ese espíritu de sacrificio, que es su más excelsa dote, el inapreciable privilegio con que logra tantas veces salvar las prendas más caras de su corazón cuando todo parecía perdido en el naufragio. Ella recibirá su espíritu en prenda y le labrará segura morada en su corazón; él saldrá al mundo investido con su doble personalidad, doblemente fuerte y doblemente responsable. El amor, vínculo que enlaza la familia, es luego solidaridad que enlaza a los conciudadanos; el foco cuya luz vivificó los hijos, irradia en torno del hogar y se extiende a la ciudad, a la patria; que no es ya sólo la tierra la fecunda nodriza, sino la comunión de los espíritus que entienden y sienten y creen y aspiran al unísono. El amor, regenerado y santificado en su manantial más secreto, brota y corre y se dilata en caudal copioso de aguas lustrales que regeneran y purifican la sociedad entera. La santa concordia de dos seres bajo un mismo techo, promete colmados frutos de concordia a los pueblos.
Verdad es que la empresa de reforma no es pequeña, ni la ardua labor que requiere se nos presenta fácil. Los errores de tantos siglos gravitan sobre nuestros hombros y embarazan nuestros pasos. La misma naturaleza del carácter femenino, delicado y tímido, perspicaz y receloso, complica el problema. ¿Cómo ha de realizar el esposo esa educación especial de la esposa que le impone su condición de hombre, maestro en la triste pero necesaria ciencia de la vida? ¿Qué ha de enseñarle? Y ¿cómo ha de enseñarle? ¿Le revelará sin iniciación alguna los misterios recónditos de la Naturaleza y la sociedad? ¿La condenará eternamente al papel de neófito? No me sería posible interpretar aquí, con la extensión que el asunto requiere, ni el pensamiento del filósofo, ni mi propio pensamiento. Permitidme condensarlos en un símbolo, para el que demando vuestra benevolencia. Existe una obra maravillosa de la escultura antigua que todos conocemos, o vaciada en el bronce, o modelada en el yeso, o reproducida por el grabado: es la Venus de Gnido (sic). El artista la ha despojado de toda vestidura y se alza en magnífica desnudez; pero tan serena la frente, tan radiosa la mirada, que a la vista absorta del que la contempla aparece vestida de gracia y pudor. La diosa surge de las ondas desnuda y pura. Así es como entiendo que el artista enamorado de su obra, que debemos encontrar en el esposo experto, ha de tratar la inteligencia de la esposa: Arrancará sin temor todos los velos en que la han envuelto la ignorancia, las preocupaciones, el fanatismo; los arrancará sin temor, pero no sin respeto; de modo que, así en las horas de las efusiones del alma como en los momentos de prueba, le sea dado a su vez contemplarla desnuda y pura.