Lo hemos visto tantas veces,
en plazas, en cafés, en tardes grises,
con el gesto afilado
y la mirada cargada de sí misma.
Es el poeta con pose de poeta,
con su aire solemne,
sus palabras como piedras preciosas
y su peso insoportable
de genialidad supuesta.
¿Quién no ha caído en esa trampa?
¿Quién no ha vestido, alguna vez,
esa chaqueta de humo y arrogancia,
ese disfraz pesado de lo eterno?
Pero conviene escapar,
despojarse del exceso,
romper la cadena de metáforas huecas
y dejar que la poesía
viva sin muletas ni abalorios.
El verso no necesita máscaras,
ni gestos estudiados en el espejo.
La palabra, desnuda,
habla más alto que la pose.
Ser poeta no es parecerlo,
no es cargar con la etiqueta
ni insistir en que nos vean
como portadores del misterio.
Es ser agua, es ser tierra,
es ser aire que pasa y renueva.
Y el verdadero poeta,
lejos de la solemnidad,
habita en el mundo
como un viajero sencillo
que observa, respira
y escribe sin quererlo,
como un árbol que da frutos
sin pensar en el otoño.