Hay un susurro que se eleva
desde lo más hondo de mi ser,
un murmullo que se acerca,
que reclama ser escuchado.
Es un eco de mi propia voz,
un reproche de mi consciencia,
una súplica de mi espíritu,
que me llama a despertar.
Escucho esos sordos murmullos,
esas voces que gimen y claman,
alzándose tímidas, modestas,
desde las sombras del silencio.
Son palabras que se resquebrajan,
lamentos que se ahogan en la garganta,
suspiros que forcejean por salir,
prisioneros del alma atenazada.
Son las súplicas de mi propio yo,
las quejas de mi esencia reprimida,
los reclamos de mi ser más hondo,
anhelando liberarse, redimirse.
Y yo, absorto en la rutina diaria,
sumido en el bullicio y el trajín,
apenas si logro percibir esos ecos,
esos débiles susurros del alma.
Hasta que un día, los escucho brotar,
con fuerza creciente, con urgencia vital,
reclamando ser escuchados, atendidos,
acallando el ruido del mundo exterior.
Entonces, me detengo, tiendo el oído,
y dejo que esos murmullos me alcancen,
que esas voces que claman, me sacudan,
que esos lamentos me despierten al fin.
Pues sólo en el silencio, en la quietud,
logro escuchar los susurros del alma,
esas palabras que mi ser me susurra,
clamando por ser escuchadas y amadas.