Sabina, degenerado y mujeriego,
con cierto aspecto de faquir,
anda arrastrando su esqueleto
por las entrañas de Madrid.
Lo han visto en bares sin ventanas,
con camareras de carmín,
jugándose el alma a las cartas,
perdiendo a posta para reír.
Se enreda en juergas de tres noches,
sin más destino que olvidar,
dejando huellas en los coches
de los moteles del azar.
Habla de amor como un proscrito,
con voz de whisky y nicotina,
y un repertorio de delitos
que nunca pasan de rutina.
Si le preguntan por sus penas,
las finge todas en inglés,
pero en el fondo de sus venas
sólo le queda una mujer.
Y sigue errante, con sus versos,
con su gabán de mal vivir,
Jaime Sabina, el del exceso,
con rumbo fijo hacia el sinfín.