En el polvo del camino, Él dejó sus huellas,
con pasos humildes, entre risas y querellas.
Con manos divinas y un corazón tan puro,
brilló la esperanza en un mundo oscuro.
En Caná, el agua en vino transformó,
un signo de gracia que al mundo asombró.
No sólo era líquido, era amor derramado,
la primera señal de un pacto renovado.
Los ciegos veían, los cojos caminaban,
los leprosos lloraban, y sus penas sanaban.
Con solo un toque, con una palabra,
Él daba la vida donde la muerte sobraba.
En la tormenta, la calma sembró,
el viento y el mar su voz escuchó.
“¡No temáis!”, dijo, con firmeza y abrigo,
y el miedo huyó, pues Dios iba contigo.
Cinco panes y dos peces multiplicó,
una multitud hambrienta con fe alimentó.
No era sólo comida, era lección divina,
que en la fe humilde, la abundancia germina.
En Lázaro, la muerte venció con poder,
“¡Sal fuera!”, gritó, y lo hizo volver.
Un eco de vida, un destello eterno,
de que en Su amor no existe invierno.
Y el mayor milagro, su cruz y pasión,
su sangre vertida, la eterna redención.
El sepulcro vacío, la tumba sin dueño,
nos dejó un mensaje de esperanza y sueño.
Jesús, el Cristo, es luz que no se apaga,
la fe que florece, el amor que emanaba.
Milagro tras milagro, promesa cumplida,
Él es la esperanza de una nueva vida.
Amén.